jueves, 8 de septiembre de 2016

Ideología jurídico-política I

Ideología jurídico-política I

Legitimación constitucional[1]


Raúl Prada Alcoreza











Nota aclaratoria

Esta es la primera entrega de Ideología jurídico-política, que viene expuesta en tres entregas. La primera entrega está dedicada a la introducción a la problemática ideológica política y a la problemática ideológica jurídica, al análisis teórico de las condiciones de posibilidad histórica de la ideología jurídico-política, de la situación de la Constitución en este tejido ideológico. Planteadas estas cuestiones, se pasa a la interpretación de la problemática de las dominaciones, encubiertas por la ideología; así como al análisis crítico de las formaciones discursivas jurídica-política e histórico-política, que, a pesar que se enfrentan ideológicamente, comparten el mundo de las representaciones. Este análisis sugiere una interpretación hipotética del diletantismo político.  


















Las sociedades institucionalizadas humanas han manifestado un apego asombroso a la palabra, no tanto como sonoridad, como pronunciación, si se quiere, como significante, sino como significado, coagulado en la palabra; dormido en el silencio, despertado cuando se habla.  Este apego profiere la creencia en la imagen, la certidumbre en el resguardo de la imaginación; como si los secretos o las claves del mundo se encontraran ahí, cristalizados como diamantes esenciales. Escondidos en lo más profundo del alma o el espíritu; que son las figuras consagradas, producidas por el delirio de la exaltación imaginativa. De esta manera, estas sociedades institucionalizadas, fundan sus formaciones discursivas y enunciativas en estas profundidades insondables del espíritu, que los psicólogos llaman consciencia. La filosofía moderna afinca sus explicaciones laboriosas, que consideran espejo del mundo, en estos substratos perdidos en los recovecos del alma. El diamante luminoso, la piedra filosofal, es el concepto, que habría cristalizado, en su estructura transparente, la composición primera del mundo. Entonces, lo que hay que atender, desde esta mirada encantada, es al concepto; pues esta estructura categorial es la verdad que explica el mundo, sus contingencias; incluso si el mundo, afectado por sus contingencias, se diferencia del ideal de la verdad. La explicación es la siguiente: esta verdad es como el núcleo refulgente, permite explicar el mundo contingente, cuando se compara el mundo contingente con el mundo verdadero. La diferencia es apenas distorsión corregible.

Las formaciones discursivas más ilustrativas sobre estos fenómenos sociales, que expresan preponderancia de la imaginación y del apego a las imágenes, son las ideologías. La ideología, que significaría, propiamente, estudio de las ideas; ideología, cuyas connotaciones le atribuyen otros sentidos[2]. Tomando en cuenta las transformaciones semánticas dadas en la modernidad, debido al uso práctico desplegado por  las clases sociales en su lucha, se puede comprender a las ideologías como sistemas interpretativos operativos. A pesar que los que se encuentran dentro de la ideología, consideran que el mundo es eso, lo que la ideología dice y visibiliza del mundo; de todas maneras, por lo menos, en la academia,  se entiende que la ideología no explica al mundo efectivo sino que, más bien, debe ser explicada por el mundo efectivo.

La constelación de las ideologías es enorme, además de variado. Se puede encontrar toda clase de ideologías; es más, se las puede estratificar por su incidencia, por su mayor elaboración, extensión y estructuración; además de considerar su temporalidad. En este ensayo, queremos ocuparnos de la ideología jurídico-política, que ocuparía un lugar privilegiado en la jerarquía de la constelación ideológica.

El discurso jurídico-político tiene su referente nuclear en la Constitución. En las interpretaciones positivistas, por así decirlo,  la Constitución corresponde al contrato social, que se expresa en el acuerdo fundamental político, que funda a la sociedad y al Estado. En las interpretaciones más románticas, la Constitución viene a ser el corazón mismo de la nación. Allí se encuentra la nación expresada en su composición jurídica, en su realización política, el Estado-nación. El espíritu de la nación o la consciencia nacional  se habría objetivado en la concepción jurídico-política, expuesta en el texto constitucional. Las instituciones del Estado y de la sociedad, nacerían de los postulados constitucionales. Como hemos dicho, en otros escritos, recogiendo la lúcida interpretación de Michel Foucault, el discurso jurídico-político es de legitimación[3].  Para el discurso jurídico-politico la Constitución aparece como la tabla de mandamientos del Estado-nación; es la matriz de las leyes, de las normas, de los reglamentos. Una vez promulgada la Constitución, lo que hace el Estado es cumplirla y hacerlo cumplir. Todos los actos que no cumplen con la Constitución, son considerados violaciones y vulneraciones de la misma.

En consecuencia, la Constitución contiene algo así como el arjé de las leyes, acompañada por las leyes fundamentales; lo que viene después es el desarrollo legislativo, que se deriva del arjé normativo y de las leyes fundamentales. Como se puede ver, el discurso jurídico-politico tiene a la Constitución como la estructura de sentido del Estado; es como el ideal que rige a las instituciones y sus funciones, a la sociedad y su prácticas. Aunque no lo considera ideal, en el sentido como fin a alcanzar, sino como ideal que rige el mundo político; es su motor fundamental. A esta concepción jurídico-política llamamos ideología jurídico-política.

Ahora bien, no es sostenible que sea el espíritu el hálito creador del universo; hasta donde nos ha llevado la física relativista y la física cuántica, nos encontramos con cuerdas creadoras de la materia, convirtiendo al universo en una sinfonía. Las vibraciones, las ondas, las tonalidades de las cuerdas, producen la materia en sus distintas composiciones y combinaciones. La sinfonía de las cuerdas crea la materia oscura y la materia luminosa; materia que es transformación de la energía. Energía, que, al parecer, hipotéticamente, se encuentra en constante devenir, mutación y transformación. La conjetura que usamos, al respecto, es que la energía también está contenida en las cuerdas; solo, que quizás, en otras condiciones de posibilidad que desconocemos. En un ensayo sobre el tema, lanzamos la hipótesis especulativa  de que la nada, en sentido absoluto, es decir, en sentido religioso y en sentido filosófico, no existe. La nada en sentido cuántico existe; esta nada correspondería a la inmanencia; algo así como el arjé de la energía misma. Desde esta hipótesis especulativa se llega a la deducción, también especulativa, de que la nada cuántica es la que crea el todo, el multiverso. Quizás el punto de inflexión de la nada cuántica hacia el multiverso sea la explosión inaugural irradiante, el big-bang o muchos big-bang, que explotaron y explotan de manera diferida en el movimiento perpetuo del tejido espacio-tiempo[4]. No es entonces el espíritu, que más bien es un efecto múltiple y masivo de la transformación de la energía en materia y del desplazamiento de la materia, consumiendo la energía; un efecto virtual.

No es sostenible la mitología conformada por alegorías de imágenes. Por más elocuentes que fuesen, además de las connotaciones simbólicas, de la narrativa mitológica, enseñándonos, desde los intrépidos recorridos de la hominización, la capacidad inventiva de la imaginación; la imagen es la impresión de la huella en la composición dinámica de la percepción, por lo tanto, del cuerpo. La función ponderable de la imagen radica en su aporte figurativo en la fenomenología de la percepción[5]. Para decirlo en términos trascendentales, la imaginación es una de las facultades indispensables de la intuición, de la experiencia, de la estética, del conocimiento, del pensamiento. Aislarla del conjunto de las facultades corporales, ficticiamente se la convierte en la vinculación primordial con la totalidad, cuando no es más que una de las facultades; solo funciona  si se articula con el conjunto de las facultades, integrando las mismas en un complexo dinámico de la percepción y del cuerpo; que participa en el mundo, al configurarlo, que es condicionado por el mundo, al formar parte de él. La imagen sí, la alegorías de imágenes sí, la imaginación sí, las narrativas figurativas imaginarias sí; pero, formando parte del remolino intuitivo, de la danza de las sensaciones, de las estructuras conceptuales de la razón, incorporada a la percepción y el cuerpo. En consecuencia, no tenemos que buscar la comprensión del mundo en la imagen del mundo, sino encontrar al mundo en su devenir constante, donde las imágenes emergen como flores en primavera.

No es sostenible la pretensión filosófica de poseer la verdad al tener en la mano el concepto, como si fuese la sustancia ideal que guarda el saber absoluto. El concepto es una construcción racional, útil para orientar la comprensión, el entendimiento y el conocimiento. Es una herramienta de interpretación, de explicaciones provisionales, también de tesis e hipótesis prospectivas. No se puede convertir al concepto, que es un medio, en el fin mismo del conocimiento, convirtiendo al conocimiento en el fin mismo de la humanidad. Esto es vaciar de contenidos a la vida proliferante y creativa. Esto es disminuir los alcances de la humanidad; desconocer su potencia, restringiendo la plenitud abierta humana al ceñido museo de las esculturas de la verdad. El concepto sí, la teoría sí, la racionalidad sí; pero, sin separar la estructura categorial, la narrativa teórica, la  facultad del juicio, de la lógica, del pensamiento, de las dinámicas creativas del cuerpo. No hay que buscar en el concepto la explicación última del mundo, sino hay que encontrar el devenir del mundo, apoyándonos en las herramientas conceptuales.

No es sostenible la teoría jurídica-política, que convierte a la ley en el sentido del Estado, en la norma primera de la sociedad, en la expresión suprema de la nación; obligando a que la sociedad se adecúe al modelo ideal jurídico-político. Declarando ilegal a todo lo que no se adecúe al modelo; descalificando como delitos lo que se contraste con el modelo; condenando como anormalidad, criminalidad, delincuencia, todas las prácticas que no sigan los reglamentos de la ley. La Constitución es la expresión jurídico-política de la correlación de fuerzas, en una coyuntura política intensa.  Expresa, contradictoriamente, por lo menos, dos tendencias, para decirlo fácilmente; los deseos de la gente, en cuanto esperanzas, expectativas, finalidades; los miedos de la gente, que prefiere el orden en vez del desborde.

Parece adecuada la interpretación que define a la Constitución como un acuerdo; si se quiere, contrato social. Añadiríamos, también, contrato político. Se trata de una estructura de compromisos, asumidos por todos, por todas las partes, por los involucrados e interesados en seguir adelante juntos. Esta caracterización de la Constitución como estructura de compromisos, puede ayudar a desenvolver el análisis crítico de esta composición escrita jurídico-política.






















La Constitución como estructura de compromisos

La Constitución, el texto jurídico-político, considerado la matriz de las leyes, es una estructura de compromisos, en una sociedad dada y en un momento determinado; momento considerado inaugural. Algo así como el origen del Estado-nación.  Esta atribución a la Constitución es parte del mito jurídico-político. La Constitución no funda nada, no es el parto del Estado-nación; es el conjunto de compromisos, que una sociedad se da a sí misma. Lo hace expresándose en el discurso jurídico, empleando la técnica jurídica, ordenada por la estructura constitucional, por capítulos y en forma de artículos. Esta estructura de compromisos, puede entenderse también como las reglas, que se definen en la partida del juego, y que norman al Estado y a la sociedad, regulando sus relaciones y prácticas.

La Constitución no abarca la complejidad de la sociedad, tampoco del Estado. No emerge del conocimiento de la complejidad social y política; sino de la voluntad, si se quiere, general. En consecuencia, del saber del que se trata es del saber jurídico, también del saber político, acompañados por lo aprendido en la experiencia social y asumida como saber institucional. Es posible que también se ventile algún saber no-institucional, incluso crítico; sobre todo, cuando la potencia social desborda, como antecedente y condición de posibilidad histórica-política del proceso constituyente[6]. Pero, no se puede atribuir a la Constitución el conocimiento de la realidad efectiva social y política. Es un instrumento jurídico-político, que transcribe la estructura de acuerdos de una sociedad, además de establecer las reglas del juego de la convivencia institucional de la democracia formal; también de las reglas del juego de las concurrencias de las fuerzas sociales encontradas.

La ideología liberal ha convertido a la ley en un fetiche; es decir, ha convertido a la formación discursiva y enunciativa jurídica en una ideología. Podemos hablar, entonces, del fetichismo jurídico, cuando el derecho se convierte en el sentido mismo del Estado.  Regiría al Estado como rigen las leyes físicas a la naturaleza. Esta es la pretensión ideológica del de la razón de Estado, del funcionamiento de sus instituciones. Las mecánicas y dinámicas estatales no se rigen por el derecho, por las leyes, por la razón jurídica. Las leyes están para regular las conductas, para valorar los comportamientos, estableciendo derechos y deberes; así como libertades y prohibiciones. El derecho es un instrumento administrativo-jurídico; un tanto convincente, un tanto disuasivo y un tanto amenazador. El Estado se rige por la disponibilidad de fuerzas, por el monopolio legítimo de la violencia concentrada, por el juego de la correlación de fuerzas, en el campo político, así como también en otros campos sociales, como el campo económico y el campo escolar.   El Estado es una organización de las fuerzas sociales capturadas. Parte de ellas funcionan como burocracia, cumpliendo funciones administrativas; otra parte funciona como aparatos de emergencia, ya sea resguardando el orden, ya sea garantizando la soberanía y cuidando las fronteras. Otra parte funciona cumpliendo funciones en la enseñanza, donde el Estado reproduce los símbolos institucionales, los significados históricos, las narrativas estatales. Las fuerzas sociales capturadas pueden adquirir una distribución mayor, dependiendo de la división del trabajo funcionario. Por otra parte, la sociedad institucionalizada, que es, a la vez, el sostén social del Estado, así como producto mismo de la estatalización, también se encuentra atravesada por las mallas institucionales correspondientes a la sociedad civil. Estas mallas institucionales de la sociedad civil están vinculadas y articuladas a las mallas institucionales del Estado; macro-institución que hace como maquinaria fabulosa del poder; ideológicamente, como síntesis política de la sociedad civil[7]. Esta es otra razón por la que hablamos de ideología jurídico-política.  Se trata de una pretensión  que extiende excesivamente la condición y el carácter del derecho en el funcionamiento, la composición y la mecánica estatal. Además de cumplir plenamente el papel ideológico que le compete; la legitimación del poder

Sin embargo, lo que interesa, en este ensayo, no  es tanto el señalar los límites de la formación discursiva y enunciativa jurídico-política,  sino comprender cómo funciona la maquinaria de poder, la maquinaria del Estado, y qué papel cumplen las leyes, el discurso jurídico-político, la ideología liberal, que ha sido heredada por otras ideologías políticas, como las nacional-populares.

No se puede decir que el discurso jurídico-político se equivoca, en el sentido práctico de su funcionamiento. El Estado requiere de un discurso que diga que el núcleo del Estado es el derecho; que es como decir que el núcleo del Estado es la justicia. El funcionamiento del Estado requiere de una ideología, que convierta al Estado en una entidad suspendida. Entidad que se encuentra como fuera de la sociedad civil, sobre la sociedad civil, separada, al margen, por así decirlo, de las pugnas, concurrencias sociales, al margen de la lucha de clases. Entonces, se trata de ungir al Estado del simbolismo imaginario de lo sagrado; solo que, en este caso, de lo sagrado político, no religioso. Simbología que le otorga al Estado la figura de estar fuera de la historia; que permite ungir a la ley del carácter de valor absoluto e indiscutible. Que coadyuva en convertir al derecho y a la razón jurídica en la esencia del Estado mismo. Es así cómo los ciudadanos deben concebir al Estado y sus relaciones con esta entidad casi sagrada.  

El constitucionalismo jurídico convierte a la Constitución en un fetiche; despliega todo un fetichismo constitucional. La Constitución no solamente es la Ley Madre, la madre de todas las leyes, sino es la madre misma de la nación, del Estado-nación, así como de la sociedad institucionalizada. Es decir, el acuerdo social y político, si se quiere, el contrato social y político, se convierte en el origen del Estado. El Estado no nace del texto constitucional, como si la racionalidad jurídica-política se realizara, se materializara, en la estructura estatal; este es el idealismo jurídico-político. El Estado nace de la violencia inicial, de la guerra de conquista, de la disponibilidad de fuerzas, que articulan los territorios dispersos, los pueblos distribuidos, las diferentes culturas y las variadas lenguas; concentrándolas en el manto del Estado, homogeneizándolas, diseminando su localismos, sus lenguas y culturas, para convertirlas en un solo pueblo, el pueblo que hace a la nación.

La historia efectiva de la genealogía del Estado no puede mostrarse, tiene que ocultarse; pues no sirve para la legitimación del poder. Mas bien, devela las dominaciones desplegadas, las violencias ejercidas, las usurpaciones habidas, la sangre derramada para edificar el Estado. Se sustituye la historia efectiva por la narrativa histórica del Estado. Una narrativa que expone la secuencia de la formación del Estado, la sucesión de la temporalidad política,  en la que se ha desarrollado el Estado. Inclusive cuando la historia abre la mirada a los estragos de la violencia, de las guerras, abarcando a las guerras civiles, lo hace de tal modo, que estos acontecimientos aparecen como contingencias dramáticas en la marcha ascendente de la razón de Estado. De todas maneras, encubre el desenvolvimiento de la violencia como contundencia de la disponibilidad concentrada de las fuerzas, que marca y modula los cuerpos y los territorios.

La formación discursiva que se opone al discurso jurídico-político, que lo interpela y lo descalifica, es la formación discursiva y enunciativa histórico-política. Para el discurso histórico-político no hay legitimidad en el Estado, en cuanto Estado impuesto por los conquistadores. Este discurso devela la violencia inicial, así como la violencia desplegada y transmitida en las instituciones y las leyes. El discurso-jurídico-político ventila la memoria de las guerras inconclusas, convierte al acontecimiento de la guerra en un concepto que hace inteligible al Estado y a la formación social. No son pues el derecho, la justicia, la racionalidad jurídica, la esencia del Estado, sino la guerra, la victoria momentánea de la guerra de conquista, la guerra inconclusa para los vencidos, que se preparan para llevar a cabo la batalla final, que los reivindicará y que los librará de su opresión. Que no pueden considerarse esencias, pues el enfoque genealógico del poder no es metafísico, como el que atraviesa a la filosofía y  a las ideologías; son acontecimientos.

Como se puede ver, estamos ante el enfrentamiento ideológico de dos formaciones discursivas, en lo que respecta a la interpretación del Estado. Por un lado, se busca la legitimación del Estado; por otro lado, se lo interpela como ilegitimo. Sin embargo, se convoca a la guerra, se declara abiertamente el derecho a la subversión, contra un Estado ilegitimo; legitimando, de esta manera, a través de un discurso histórico-político, la propia acción subversiva y el proyecto propio de Estado.

Ahora bien, es el discurso histórico-político el que acompaña, en sus formas concretas y particulares, a las guerras anticoloniales, en el continente americano, y a las insurrecciones antimonárquicas, en el continente euroasiático. La pregunta es: ¿por qué los “revolucionarios”, una vez ganada la guerra anticolonial, una vez haber llegado a la victoria de la revolución, guardan en la baulera el discurso histórico-político de combate y asumen el discurso  jurídico-político para la legitimación del flamante Estado, el Estado liberal?

Michel Foucault da una interpretación genealógica en Defender la sociedad. Dice que la revolución triunfante sintetiza las dos formaciones discursivas, la jurídico-política y la histórico-política; el discurso histórico-político queda como historia, enfoca el pasado. En tanto que el discurso jurídico-político es actualizado; se hace cargo de la nueva legitimidad. Para ajustar los dos perfiles discursivos, se dice que la guerra acabada, que llevó a la victoria y al Estado nuevo, es la última guerra; la revolución victoriosa es la última revolución. En adelante no hay historia, sino el presente, que es como el fin de la historia, cuando el Estado y la sociedad se desenvuelven según las leyes[8].

Es elegante esta explicación; sin embargo, la historia no acaba. Vuelve a ocurrir algo parecido con las revoluciones socialistas. Otra versión del discurso histórico-político, más moderna, si se quiere, el de la lucha de clases. El discurso histórico-político marxista es el que acompaña las luchas sociales contra la dictadura de la burguesía, con máscara democrática. Cuando la revolución socialista triunfa, los “revolucionarios”, al hacerse cargo del poder, al construir el nuevo Estado socialista, guardan el discurso de la lucha de clases, sirviendo para exponer el pasado o, en el presente, para interpelar a los Estado-nación que no han experimentado la revolución socialista, para interpelar al imperialismo. El discurso vigente, respecto a la legitimación del Estado socialista es el discurso jurídico-político, en la nueva versión socialista. ¿Qué ocurre? ¿El discurso útil cuando se está en el Estado es el discurso jurídico-político, el discurso útil cuando  se lucha contra el Estado es el discurso histórico-político? ¿Es la situación, es decir, la ubicación en un contexto-tiempo, lo que hace al discurso? No es el discurso el que conforma la situación; tampoco se puede decir que le otorga el sentido desde la inmanencia misma del discurso y del enunciado. Para decirlo resumidamente, el sentido emerge del encuentro entre el lenguaje y la experiencia social, en una coyuntura-contexto determinada. Ahora bien, ¿al cambiar de condición política, de subversivos a gobernantes,  el discurso histórico-político se vuelve inadecuado, hasta inútil; no sirve para acompañar a las acciones gubernamentales? ¿Qué implica en términos estructurales, relativos no solo a la ubicación en el mapa del campo político, sino a la predisposición subjetiva?

Es difícil responder a estas preguntas, pues hay que aclararse nuevamente la relación del lenguaje en el mundo efectivo. Retomando a Merleau Ponty, el sentido se da en el mundo, en el flujo de relaciones de las composiciones sociales en el mundo[9]. No hay un sentido inmanente en el lenguaje, como expresión de la inmanencia del cogito. El sentido es, entonces, una relación, no del significante con el significado, relación estructurante del signo, en el sistema de la lengua; sentido adquirido en la frase o en el texto. Se trata de la relación social en el mundo y con el mundo; relación social atravesada por el lenguaje. El lenguaje es como una técnica, aunque no es solo eso, sino mucho más, que se compone de signos, signos que se diferencian, se contrastan y conforman composiciones lingüísticas comunicantes. El lenguaje transmite lo que se quiere decir, expresar, describir, señalar; también transmite interpretaciones de la experiencia social. Sin embargo, el lenguaje también es hermenéutica social; flujo constante de interpretaciones. No solo comunica sino al interpretar la experiencia social, al acudir a la memoria social, la relación social con el mundo adquiere la tonalidad de flujos narrativos, donde el sentido es ya una trama. Mediante el lenguaje, aunque, obviamente, no solo, la relaciones sociales en el devenir mundo inventan el mundo en devenir, expresado en el devenir sentido, que, es, al mismo tiempo, devenir trama, devenir narrativa.

La semiótica se ha abierto al estudio de una constelación de sistema de signos, más allá de los sistemas lingüísticos; en el ámbito de los sistemas lingüísticos, incluso del sistema lingüístico conocido como lenguaje, la lingüística tiene ante sí una gama de formaciones discursivas[10]. Nos situaremos solo en una, que la denominaremos, como lo hicimos algunas veces, alternando definiciones, formaciones discursivas ideológicas. De estas formaciones discursivas, solo tomaremos las dos aludidas, la relativa al discurso jurídico-político y la relativa al discurso histórico-político.  Intentaremos aclararnos, por lo menos, interpretativamente, recurriendo a hipótesis teóricas, las funciones de estas formaciones discursivas en las formaciones sociales; centrándonos principalmente en las relaciones con las estructuras de poder, primordialmente con el Estado.


Como substrato de la formación discursiva jurídico-política se encuentra la experiencia social; empero, se trata de una manera de asumir la experiencia social. No se la toma en cuenta como tal, como experiencia, por lo tanto, abierta a la proliferante abundancia de información sensible. Sino reducida a no solamente un recorte sesgado, sino a la memoria institucional; se considera este recorte como historia, que no es otra cosa que memoria institucional, consagrada. A partir de este supuesto, que es tomado como realidad indiscutible, realidad del pasado, se conforma, a lo largo del tiempo, por así decirlo, recurriendo a las metáforas de costumbre, la interpretación casi sagrada del poder, de la legitimidad y la legalidad del poder; interpretación apologética de la soberanía inmaculada, sobrellevada por el símbolo bifurcado, de los dos cuerpos y las dos cabezas del rey. Así como interpretación del sujeto; es decir, del sujeto soberano, del monarca, símbolo corporal del poder. En este cuadro, que no se puede terminar de armar, si no incluimos la interpretación de la verdad, entra pues ésta; que es la que sella la divinidad del poder, la expresión simbólica del poder, la definición jurídica y política de la soberanía, la inmanencia y la trascendencia del sujeto y, haciendo circular todo esto, la manifestación esplendorosa de la verdad.

El Estado territorial, la monarquía absoluta y el imperio colonial, construyó un discurso jurídico-político, que es una narrativa de la herencia del poder, de la consanguínea legitimidad, de la soberanía del soberano, de la subjetividad del sujeto solitario,  aposentado en el trono. Narrativa de la verdad solar, que envuelve esta estructura de poder, legitimidad, subjetividad, soberanía, en el halo de la verdad transmitida de generación en generación.

A esta naturalidad del poder, a esta simbología institucional del poder, que también es la institucionalidad alegórica de lo simbólico, se opone el discurso histórico-político de los pueblos conquistados por la nobleza guerrera y los aventureros en busca de la ciudad dorada.  Los pueblos conquistados no reconocen la verdad de este discurso jurídico-político; al contrario, lo interpelan, lo denuncian, señalando sus imposturas, sus encubrimientos, su hipocresía. Pues esconde la violencia descarnada del poder soberano. Rememora la historia efectiva de este poder, que, para encumbrarse, para hacerse del poder, para monopolizar la propiedad de la tierra, desencadena la violencia demoledora y, a la vez, como acompañando esta contundencia atroz y devastadora, de manera paradójica, evoca un discurso casi épico del poder.

El discurso jurídico-político se elabora en las contingencias de las batallas vencidas; en el aposentamiento de la institucionalidad del poder; en la extensión del poder, que se concentra y se centraliza; que aglutina e incorpora territorios de pueblos conquistados. El interlocutor de preferencia no es la misma corte, ni la nobleza, ni los aventureros, ni lo conquistadores, tampoco solo la burocracia estatal; a todos ellos no tiene que convencer, ya están convencidos.  El interlocutor objeto son los pueblos vencidos, capturados, subyugados; es a ellos que tiene que convencer. Se trata de algo parecido a la búsqueda de hegemonía, aunque de lejos no lo sea; la hegemonía se realiza en democracia, aunque sea institucional y formal. La hegemonía se logra como ideología, en pleno sentido de la palabra; es una cosmovisión compartida socialmente, por todos los estratos sociales, por todas las clases sociales.  Es, supuestamente, la interpretación del conjunto social, sostenido institucionalmente, sobre todo, por el campo escolar. En este caso, la burguesía habla a nombre de toda la sociedad, habla a nombre del pueblo. En cambio, en el caso de la “legitimación” de la monarquía absoluta, del Estado territorial, no se trata de hegemonía, sino, mas bien, de una retórica, que busca convencer, con menos elocuencia y despliegue de lo que ocurre con la hegemonía. Pero, lo hace, de tal modo, que quiere convencer a la víctima enterrada de que lo que ha hecho es por su bien y en nombre de Dios;   a la víctima presa, a la víctima capturada, a la víctima sometida y obligada a pagar tributo, de que lo que hace es por naturaleza, por mandato divino, para gobernar y ordenar a una sociedad descarrilada.

El discurso jurídico-político del Estado territorial, entonces, para decirlo retrospectivamente, es como “hegemonía” trucha. Unge a la monarquía absoluta - que se va extender mundialmente, con la conquista y la colonización, convirtiéndose en corona del imperio - de la grandeza del teatro del poder, que transmite la narrativa recogida de la trama de la epopeya. Sin embargo, el discurso jurídico-político de la monarquía absoluta y colonial es ya ideología del Estado. El Estado territorial se atribuye nombres, exaltando su narcisismo, pintado de superioridad y jerarquía; se muñe de un discurso  que da órdenes y ordena administrando, un discurso que dictamina y regula, un  discurso que norma, que prohíbe; pero, también tolera ciertos derechos consuetudinarios.

Al dirigirse al interlocutor vencido - empero, peligroso, porque es una constante amenaza; puede volverse a levantar y rebelarse, reclamando sus tierras, sus leyes, su propia soberanía – el discurso jurídico-político no emerge pues solo desde una elaboración auto-referida, pues se construye en la hetero-referencia, dirigiéndose al enemigo vencido. Tomando en cuenta, en la narrativa, los choques de las batallas, aunque sean, en este caso, hitos del despliegue de la grandeza del Estado. No como en el otro discurso histórico-político, pruebas de la violencia y de la usurpación de un poder ilegítimo. El sentido del discurso jurídico-político no se encuentra en la interioridad del discurso mismo, sino, mas bien, en los lugares que menciona, en la guerra vencida, en el enemigo sometido y convertido en vasallo. El sentido deambula en ese mundo, el del Estado territorial, cantando a dos voces; el de la apología del poder y el de la interpelación al poder por parte del pueblo, la nación, la tierra sometida.

No se puede interpretar el sentido de este discurso encerrándose en el mero discurso de los textos oficiales, incluso de los textos de contra-poder, pues el sentido se encuentra en el mundo, no en los textos, porque, además, los textos también se encuentran en el mundo. Se trata de un mundo de las representaciones, no del mundo efectivo, que es mundo social en constante devenir, al que busca capturar la monarquía absoluta y la corona imperial. Mundo desgarrado por sus guerras de conquista; por esto mismo, mundo despedazado, que quiere unificarse, cicatrizar sus heridas, bajo la unidad central del poder soberano.

Ahora bien, parece que los dos discursos enfrentados, el  jurídico-político y el histórico-político, aunque opuestos y contrastados, forman parte del mismo mundo de las representaciones; se encuentran en el mismo mundo en el que se ha edificado el Estado territorial. A pesar de sus contradicciones, denuncias e interpelaciones, sobre todo, del discurso histórico-político, que desmiente al discurso jurídico-político; de manera paradójica, ambos discursos parecen complementarse perversamente. Un discurso encuentra su sentido en el otro; aunque su sentido se construya en contraposición con el otro. En consecuencia, parece que el sentido de los discursos, al emerger de la confrontación, es el sentido mismo de los enfrentamientos.  El sentido inmanente es el de la guerra habida, pero, también de la guerra latente; pues para los vencidos la guerra no ha acabado.

En relación a esta interpretación de las formaciones discursivas, vamos a proponer una estratificación de los sentidos, por así decirlo. Para no complicarnos todavía, dejando esta tarea para después; en principio, de una manera esquemática, tomaremos en cuenta dos estratos de sentido; el sentido explícito, dicho, manifestado, que es el que propiamente emite el discurso; y el sentido inmanente,  que es el sentido de los discursos en el mundoSentido que emerge en el ejercicio mismo de los discursos en el mundo, acompañados, desde luego, por otros ejercicios operativos, como los relativos al poder; así como, en contraste, desligues de contra-poder, como el de las resistencias. El sentido inmanente corresponde a la trascendencia plural del acontecimiento, trascendencia que se pliega en la inmanencia del sentido, que aparece como si fuera síntesis de esta pluralidad.

Retomando las preguntas que nos hicimos sobre el diletantismo de los “revolucionarios”, que al tomar el poder, se convierten en los defensores del nuevo orden, cambiando de discurso; pasando del discurso histórico-político al discurso jurídico-político. Para responder, podemos recurrir a la interpretación que acabamos de exponer. Al parecer no debería sorprendernos este diletantismo, pues ambas formaciones discursivas, la de legitimación del poder y la de interpelación al poder, pertenecen al mismo mundo de representaciones. Esta sería la primera puntualización.  ¿Cómo ocurre esto?

No parece explicada esta inversión de papeles, por así decirlo, solo atribuyendo al diletantismo este desenlace. De esta manera se cae en la conjetura religiosa de la debilidad humana, de su vulnerabilidad y su corruptibilidad; que es caer en la tesis del mal. No parece tampoco adecuado describir este fenómeno, de la inversión de papeles, al cambio de discursos, como si se cambiara cartas en un juego de naipes. Lo que ha cambiado es la colocación en el contexto de la estructura de poder, así como, en el contexto de la estructura colonial. El ocupar el trono y agarrar el cetro, da lugar a otra ubicación en  este contexto estructurado del poder, distinta a la ubicación que se tenía cuando no se estaba en el trono; se estaba en inmenso entorno que sitia al trono.

Dicho de manera simple, pecando de esquematismo, diremos que no es el discurso el que hace al “revolucionario”, sino su ubicación en el contexto estructurado  del poder. Como tampoco hace el discurso al que ejerce poder, al que lo expresa simbólicamente, al que defiende el poder; sino los constituye su ubicación en el contexto estructurado de poderInterpretando, por de pronto, esta esquemática hipótesis, se puede deducir que  la ubicación, en el contexto de la estructura de poder, es condicionante en lo que respecta al comportamiento de los gobernantes, también de los gobernados, sobre todo, de los sublevados contra el poder.

La hipótesis esquemática sobre la condicionante de la ubicación en el contexto de la estructura de poder, ayuda a sugerir, por lo menos, alguna condición de incidencia en lo que respecta a la inducción de los comportamientos políticos; abandonando el prejuicio simplón, convertido en sentido común, de que se trata de la culpa, de la debilidad y la corruptibilidad; atributos condenados de subjetividades inconsistentes. Puede darse todo esto, en la contingencia de las atmósferas embriagantes del poder y en los escenarios ceremoniales del poder; empero, estos derrumbes éticos-morales no explican el diletantismo, salvo si se toma en serio la tesis religiosa del mal. Es menester salir de esta costumbre aterida de juzgar, culpar, señalar; actitudes, que más bien, muestran la consciencia desdichada del sujeto juzgador. La tarea no es juzgar, sino comprender el funcionamiento de las maquinarias de poder, de los procesos inherentes,  cuando se observa el cambio de papeles, el cambio de discursos, en los “revolucionarios” que toman el poder.

La tesis esquemática sobre la condicionalidad de la ubicación en el contexto de la estructura de poder, ayuda a salir de este acto de juzgar y condenar; sin embargo, se encuentra todavía lejos del comprender, del entender y el conocer, que pueden permitir operar prácticas y técnicas que desarmen y desmantelen las máquinas de poder. Resulta todavía una hipótesis simple, que tampoco puede explicar las mecánicas y dinámicas, que hacen de substrato de estas mutaciones políticas. Es menester, entonces, avanzar a la intuición de la complejidad dinámica del acontecimiento político; abriendo la mirada a otras condiciones y procesos de incidencia, que hacen de entramados, también de inducciones, por así decirlo, que empujan a los sujetos involucrados al encantamiento del poder

Sugerimos que la condicionante de la ubicación, en el contexto de la estructura de poder, viene acompañada por otras condicionantes, con las que se articula, formando el tegumento de las atmósferas y climas de poder, de los escenarios de poder, en los que los “revolucionarios” terminan encandilados. Se trata de recortes de realidad, que son representados como si fuesen efectivamente la realidad social entera;  incluso, considerando un alcance menor, como si fuese efectivamente la realidad política completa. Es desde estas esferas del poder que la clase política contempla el mundo; lo observa y saca sus conclusiones. La perspectiva desde estas esferas, viene definida por el ángulo del enfoque, por así decirlo; ángulo que le da la visión que permite este enfoque y este ángulo. Una consecuencia funesta para la parte de la clase política gobernante, es que recibe información acotada, filtrada, en el mejor de los casos; información distorsionada, en uno de los peores casos.

Pero, no es solo la información acotada, en lo que respecta al alcance de la información y en cuanto a su utilidad, por más abundante que sea, así como tampoco es solo la información distorsionada, lo que, al final, coadyuva en las equivocadas decisiones políticas, que alimentan la crisis, como la leña alimenta el fuego. Sino que la clase política, imbuida por la confianza de sus certezas, creyente de las narrativas del poder, confiada en la apología del Estado y la versión de la historia de las dominaciones, confunde la realidad efectiva con la trama de sus narrativas. Entonces, estima que las consecuencias de sus actos son los configurados por la trama ideológica.  Es cuando la clase política manifiesta los síntomas de la decadencia; al confiar en la trama de su narrativa ideológica, desecha toda posibilidad de ponderación objetiva.

Volviendo a las dos formaciones discursivas, la jurídica-política y la histórica-política, ambas construyen sus narrativas ideológicamente; es decir, como voluntad investida de ideas. Ambas creen que el mundo efectivo es el mundo de las representaciones; con esto, viven en el mundo de las representaciones, donde actúan, imaginariamente; aunque evidentemente se encuentran en el mundo efectivo. En consecuencia, ambas formaciones discursivas pueden deducir acciones políticas, que funcionan en la ideología, empero, no necesariamente en el mundo efectivo. Al respecto, la ventaja comparativa, la tiene la formación discursiva histórica-política, al abrirse a la realidad efectiva para actuar, aunque lo haga en recortes  adecuados por la ideología.  En cambio la desventaja comparativa se encuentra en la formación discursiva jurídico-política, pues ya se ha encaracolado en sus esferas, en las representaciones recurrentes de su mundo de burbujas.

Sin todavía abrirnos a mayor complejidad, tomando, por el momento, esta seleccionada complejidad, que puede considerarse simplicidad integral dinámica, que, sin embargo, ya ayuda a configurar interpretaciones más adecuadas a la complejidad, sinónimo de realidad. Podemos sugerir una hipótesis interpretativa del diletantismo político. La hipótesis es la siguiente: La ubicación en el contexto de la estructura de poder, de las atmósferas y los climas de poder, de los escenarios deslumbrantes del poder, de las narrativas ideológicas, que participan del mismo mundo de las representaciones, aunque se oponen y contrastan, al imbricarse y entrelazarse, conforman un tejido de condicionantes y una textura de procesos, que coadyuvan al diletantismo político. Ciertamente, por lo menos teóricamente, también como excepción de la regla, a pesar de este tejido de condicionantes y esta textura de procesos imbricados, coadyuvantes del diletantismo, la voluntad y la decisión política pueden darse como actitud consecuente,  continuando, en función de poder, las luchas iniciadas. Sin embargo, esta no es la generalidad ni la regularidad; lo que se repite abrumadora es la decadencia, el círculo vicioso del poder.

Ciertamente, el diletantismo es una decisión personal o grupal. No se puede atribuir esta conducta política a las condicionantes y procesos de los que hablamos, que coadyuvan; sin embargo, la decisión personal o grupal se da en un contexto propenso. En este sentido, nadie escapa a su responsabilidad. Pero, de lo que se trata no es de constatar la debilidad, la vulnerabilidad, la corruptibilidad, de la clase política, sobre todo, cuando está en condición de gobernante; sino de comprender el funcionamiento de las máquinas de poder.

La tercera hipótesis sobre el diletantismo político es la siguiente: Ante los desafíos de los cambios y las transformaciones estructurales e institucionales, ante las abrumadoras dificultades y complejidad saturada, el “gobierno revolucionario” suele optar por el pragmatismo, en su sentido lato, que considera razonable y adecuado para los fines perseguidos. Se comienza así, con este pragmatismo lato; empero, ninguna decisión escapa a las consecuencias inesperadas. Después, el pragmatismo adquiere relevancia, pues hay que atender a la problemática abierta a su propia complejidad. Entonces, el pragmatismo se aplica a un conjunto de problemas concretos, adecuándolo, en cada uno de los casos, al propio perfil especifico singular de cada problema.  Después,  viene, la aplicación generalizada del pragmatismo. Cuando ocurre esto, ya no hay frontera entre el pragmatismo y el oportunismo, entre la cautela y el cinismo. Ya, a estas alturas, se confunde el pragmatismo con la corrupción; con el dar pasos en terrenos que ya no corresponden a los fines políticos perseguidos, por lo menos, en el proyecto y en el programa. Sino, que pertenecen a otros fines, que no son ya políticos, sino que forman parte de la economía política del chantaje.

Los desenlaces ya son más asombrosos que cuando el asombro correspondía a la pregunta de por qué se sustituye el discurso histórico-político de lucha por el discurso jurídico-político de legitimación. Los desenlaces desconciertan, sobre todo, porque los “revolucionarios” en el poder adquieren los hábitos y habitus de la clase política derrocada.   Se convierten en una nueva élite, que sustituye a la anterior o, en su caso, una nueva casta de nuevos ricos, que refuerzan a la composición de la burguesía.

Entonces, se puede concluir, provisionalmente, que el problema no radica tanto en el cambio de discurso, de un discurso interpelador pasar a un discurso legitimador, sino en el círculo vicioso del poder; en la reproducción del poder por otros caminos, con otros discursos, con otros personajes, incluso con otros guiones. Lo más asombroso es cuando el poder se reproduce, es decir, las dominaciones se reproducen, reiterándose, por el camino de la “revolución”.

Esta constatación, puede llegar a ser profundamente desalentadora y desmoralizante. Sin embargo, hay que tener en cuenta, que una interpretación pesimista, como ésta, que considera esta desmoralización y deduce la calamidad, todavía se conforma a partir del mismo mundo de representaciones en el que se encuentran las dos formaciones discursivas mencionadas. Solo que lo hace en el umbral y el límite de este mundo, avizorando ya la complejidad del mundo efectivo. La tarea es lograr interpretaciones que no se elaboren desde el mundo de representaciones heredado, sino desde la experiencia social y la memoria social actualizadas y dinámicas; que son las condiciones de posibilidad de aprendizajes y aprehensiones, de creación de otros mundos posibles.

La cuarta hipótesis sobre el diletantismo político es la siguiente: La ofuscación de los pueblos, atrapados también en las ideologías, encerrados en el mismo mundo de las representaciones, obstaculizados, por esto, para acceder a la comprensión del mundo efectivo. No solamente de vivirlo, padecerlo y gozarlo; pues esto es precisamente lo que acontece; sus cuerpos, sus corporeidades sociales, sus ecologías, se encuentran en el mundo efectivo. Sin embargo, no lo asumen hermenéuticamente, en su complejidad dinámica integrada. Al no hacerlo, caen en la recurrencia reiterada de paradigmas obsoletos, en el clientelismo político o, cuando constata la decadencia, en la desmoralización y lasitud nihilista. Al dejar de luchar por sus emancipaciones, delegando a caudillos o, en el mejor de los casos, a “vanguardias”, sus propias emancipaciones y liberaciones múltiples, se hacen cómplices de sus propias dominaciones que los subyugan.



























[1] Ponencia para presentarse en el VIII Congreso Internacional de Derecho Constitucional: El Constitucionalismo latinoamericano: Debates y desafíos. Universidad Libre. Bogotá-Colombia. Septiembre de 2016.
[8] Ver Defender la sociedad. Ob. Cit.

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