Ideología jurídico-política I
Legitimación constitucional[1]
Raúl Prada Alcoreza
Nota aclaratoria
Esta es la primera
entrega de Ideología jurídico-política,
que viene expuesta en tres entregas. La primera entrega está dedicada a la
introducción a la problemática ideológica
política y a la problemática
ideológica jurídica, al análisis teórico de las condiciones de posibilidad histórica de la ideología jurídico-política, de la situación de la Constitución
en este tejido ideológico. Planteadas
estas cuestiones, se pasa a la interpretación
de la problemática de las dominaciones,
encubiertas por la ideología; así
como al análisis crítico de las formaciones discursivas jurídica-política e histórico-política, que, a pesar que se enfrentan ideológicamente, comparten el mundo de las representaciones. Este
análisis sugiere una interpretación
hipotética del diletantismo político.
Las sociedades institucionalizadas humanas
han manifestado un apego asombroso a la palabra, no tanto como sonoridad, como
pronunciación, si se quiere, como significante,
sino como significado, coagulado en
la palabra; dormido en el silencio, despertado cuando se habla. Este apego profiere la
creencia en la imagen, la certidumbre en el resguardo de la imaginación; como si los secretos o las
claves del mundo se encontraran ahí,
cristalizados como diamantes esenciales.
Escondidos en lo más profundo del alma
o el espíritu; que son las figuras consagradas,
producidas por el delirio de la exaltación
imaginativa. De esta manera, estas sociedades
institucionalizadas, fundan sus formaciones
discursivas y enunciativas en estas profundidades insondables del espíritu, que los psicólogos llaman consciencia. La filosofía moderna afinca
sus explicaciones laboriosas, que consideran espejo del mundo, en estos substratos perdidos en los recovecos del
alma. El diamante luminoso, la piedra filosofal, es el concepto, que habría cristalizado, en su
estructura transparente, la composición primera del mundo. Entonces, lo que hay que atender,
desde esta mirada encantada, es al concepto;
pues esta estructura categorial es la
verdad que explica el mundo, sus contingencias; incluso si el mundo, afectado por sus contingencias,
se diferencia del ideal de la verdad. La explicación es la siguiente:
esta verdad es como el núcleo refulgente, permite explicar el mundo
contingente, cuando se compara el mundo contingente con el mundo verdadero. La diferencia es apenas distorsión corregible.
Las formaciones discursivas más ilustrativas
sobre estos fenómenos sociales, que expresan preponderancia de la imaginación y del apego a las imágenes, son las ideologías. La ideología,
que significaría, propiamente, estudio de
las ideas; ideología, cuyas
connotaciones le atribuyen otros sentidos[2]. Tomando en cuenta las transformaciones semánticas dadas en la
modernidad, debido al uso práctico
desplegado por las clases sociales en su lucha,
se puede comprender a las ideologías como
sistemas interpretativos operativos. A
pesar que los que se encuentran dentro de la ideología, consideran que el mundo
es eso, lo que la ideología dice y visibiliza del mundo; de todas maneras, por lo menos, en la academia, se entiende que la
ideología no explica al mundo efectivo sino que, más bien, debe
ser explicada por el mundo efectivo.
La constelación de las ideologías es enorme, además de variado. Se puede encontrar toda
clase de ideologías; es más, se las
puede estratificar por su incidencia,
por su mayor elaboración, extensión y estructuración;
además de considerar su temporalidad.
En este ensayo, queremos ocuparnos de la ideología
jurídico-política, que ocuparía un lugar privilegiado en la jerarquía de la constelación ideológica.
El discurso jurídico-político tiene su
referente nuclear en la Constitución.
En las interpretaciones positivistas,
por así decirlo, la Constitución
corresponde al contrato social, que
se expresa en el acuerdo fundamental
político, que funda a la sociedad
y al Estado. En las interpretaciones
más románticas, la Constitución viene
a ser el corazón mismo de la nación.
Allí se encuentra la nación expresada
en su composición jurídica, en su
realización política, el Estado-nación. El espíritu
de la nación o la consciencia nacional se habría objetivado
en la concepción jurídico-política, expuesta en el texto constitucional. Las
instituciones del Estado y de la sociedad, nacerían de los postulados
constitucionales. Como hemos dicho, en otros escritos, recogiendo la lúcida
interpretación de Michel Foucault, el discurso
jurídico-político es de legitimación[3]. Para el discurso
jurídico-politico la Constitución aparece como la tabla de mandamientos del Estado-nación; es la matriz de las leyes, de las normas, de los reglamentos. Una vez
promulgada la Constitución, lo que hace el Estado es cumplirla y hacerlo
cumplir. Todos los actos que no cumplen con la Constitución, son considerados
violaciones y vulneraciones de la misma.
En consecuencia,
la Constitución contiene algo así como el arjé
de las leyes, acompañada por las leyes
fundamentales; lo que viene después es el desarrollo legislativo, que se deriva del arjé normativo y de las leyes fundamentales. Como se puede ver,
el discurso jurídico-politico tiene a
la Constitución como la estructura de
sentido del Estado; es como el ideal
que rige a las instituciones y sus funciones, a la sociedad y su prácticas. Aunque
no lo considera ideal, en el sentido
como fin a alcanzar, sino como ideal que rige el mundo político; es su motor fundamental. A esta concepción jurídico-política llamamos ideología jurídico-política.
Ahora
bien, no es sostenible que sea el espíritu
el hálito creador del universo; hasta
donde nos ha llevado la física relativista y la física cuántica, nos
encontramos con cuerdas creadoras de
la materia, convirtiendo al universo
en una sinfonía. Las vibraciones, las
ondas, las tonalidades de las cuerdas,
producen la materia en sus distintas composiciones y combinaciones. La sinfonía
de las cuerdas crea la materia oscura y la materia luminosa; materia que es transformación de la energía.
Energía, que, al parecer, hipotéticamente, se encuentra en constante devenir, mutación
y transformación. La conjetura que usamos, al respecto, es que la energía también está contenida en las cuerdas; solo, que quizás, en otras condiciones de posibilidad que
desconocemos. En un ensayo sobre el tema, lanzamos la hipótesis especulativa de
que la nada, en sentido absoluto, es decir, en sentido
religioso y en sentido filosófico,
no existe. La nada en sentido cuántico existe; esta nada correspondería a la inmanencia; algo así como el arjé de la energía misma. Desde esta hipótesis
especulativa se llega a la deducción, también especulativa, de que la nada
cuántica es la que crea el todo, el multiverso. Quizás el punto de inflexión de la nada cuántica
hacia el multiverso sea la explosión
inaugural irradiante, el big-bang
o muchos big-bang, que explotaron y explotan
de manera diferida en el movimiento
perpetuo del tejido espacio-tiempo[4].
No es entonces el espíritu, que más
bien es un efecto múltiple y masivo
de la transformación de la energía en materia y del desplazamiento
de la materia, consumiendo la energía; un efecto virtual.
No
es sostenible la mitología conformada
por alegorías de imágenes. Por más elocuentes que fuesen, además de las
connotaciones simbólicas, de la narrativa
mitológica, enseñándonos, desde los intrépidos recorridos de la hominización, la capacidad inventiva de
la imaginación; la imagen es la impresión de la huella en la composición dinámica de
la percepción, por lo tanto, del cuerpo. La función ponderable de la imagen radica en su aporte figurativo en
la fenomenología de la percepción[5].
Para decirlo en términos trascendentales,
la imaginación es una de las facultades
indispensables de la intuición, de la
experiencia, de la estética, del conocimiento, del pensamiento.
Aislarla del conjunto de las facultades
corporales, ficticiamente se la convierte en la vinculación primordial con la totalidad,
cuando no es más que una de las facultades;
solo funciona si se articula con el
conjunto de las facultades, integrando
las mismas en un complexo dinámico de
la percepción y del cuerpo; que participa en el mundo, al configurarlo, que es condicionado por el mundo, al formar parte de él. La imagen sí, la alegorías de
imágenes sí, la imaginación sí,
las narrativas figurativas imaginarias
sí; pero, formando parte del remolino
intuitivo, de la danza de las
sensaciones, de las estructuras
conceptuales de la razón,
incorporada a la percepción y el cuerpo. En consecuencia, no tenemos que
buscar la comprensión del mundo en la imagen del mundo, sino encontrar al mundo en su devenir constante,
donde las imágenes emergen como flores en primavera.
No
es sostenible la pretensión filosófica de poseer la verdad al tener en la mano el concepto,
como si fuese la sustancia ideal que
guarda el saber absoluto. El concepto es una construcción racional,
útil para orientar la comprensión, el
entendimiento y el conocimiento. Es una herramienta de interpretación, de
explicaciones provisionales, también de tesis e hipótesis prospectivas. No se
puede convertir al concepto, que es
un medio, en el fin mismo del conocimiento, convirtiendo al conocimiento en el fin mismo de la humanidad. Esto es vaciar de contenidos a la vida proliferante y creativa. Esto es disminuir los alcances de la humanidad; desconocer su potencia, restringiendo la plenitud
abierta humana al ceñido museo de las esculturas
de la verdad. El concepto sí, la teoría
sí, la racionalidad sí; pero, sin
separar la estructura categorial, la narrativa teórica, la facultad
del juicio, de la lógica, del pensamiento, de las dinámicas creativas del cuerpo.
No hay que buscar en el concepto la
explicación última del mundo, sino
hay que encontrar el devenir del mundo,
apoyándonos en las herramientas
conceptuales.
No
es sostenible la teoría jurídica-política,
que convierte a la ley en el sentido
del Estado, en la norma primera de la
sociedad, en la expresión suprema de
la nación; obligando a que la sociedad se adecúe al modelo ideal jurídico-político. Declarando ilegal a todo lo que no se adecúe al modelo; descalificando como delitos lo que se contraste con el
modelo; condenando como anormalidad,
criminalidad, delincuencia, todas las prácticas
que no sigan los reglamentos de la
ley. La Constitución es la expresión
jurídico-política de la correlación
de fuerzas, en una coyuntura
política intensa. Expresa,
contradictoriamente, por lo menos, dos tendencias, para decirlo fácilmente; los
deseos de la gente, en cuanto
esperanzas, expectativas, finalidades; los miedos
de la gente, que prefiere el orden en
vez del desborde.
Parece
adecuada la interpretación que define
a la Constitución como un acuerdo; si
se quiere, contrato social. Añadiríamos,
también, contrato político. Se trata
de una estructura de compromisos,
asumidos por todos, por todas las partes, por los involucrados e interesados en
seguir adelante juntos. Esta caracterización de la Constitución como estructura de compromisos, puede ayudar
a desenvolver el análisis crítico de
esta composición escrita jurídico-política.
La Constitución como estructura de compromisos
La
Constitución, el texto jurídico-político,
considerado la matriz de las leyes,
es una estructura de compromisos, en
una sociedad dada y en un momento determinado; momento considerado inaugural. Algo así como el origen del Estado-nación. Esta atribución a la Constitución es parte
del mito jurídico-político. La
Constitución no funda nada, no es el parto del Estado-nación; es el conjunto de compromisos, que una
sociedad se da a sí misma. Lo hace expresándose en el discurso jurídico, empleando la técnica
jurídica, ordenada por la estructura
constitucional, por capítulos y en forma de artículos. Esta estructura de
compromisos, puede entenderse también como las reglas, que se definen en la partida del juego, y que norman al Estado y a la sociedad, regulando sus relaciones
y prácticas.
La
Constitución no abarca la complejidad
de la sociedad, tampoco del Estado. No emerge del conocimiento de la complejidad
social y política; sino de la voluntad, si se quiere, general. En consecuencia, del saber del que se trata es del saber jurídico, también del saber político, acompañados por lo aprendido en la experiencia social y
asumida como saber institucional. Es
posible que también se ventile algún saber
no-institucional, incluso crítico; sobre todo, cuando la potencia social desborda, como
antecedente y condición de posibilidad
histórica-política del proceso
constituyente[6].
Pero, no se puede atribuir a la Constitución el conocimiento de la realidad
efectiva social y política. Es un instrumento
jurídico-político, que transcribe la estructura
de acuerdos de una sociedad, además de establecer las reglas del juego de la convivencia
institucional de la democracia formal;
también de las reglas del juego de las concurrencias
de las fuerzas sociales encontradas.
La ideología liberal ha convertido a la ley en un fetiche; es decir, ha convertido a la formación discursiva y enunciativa jurídica en una ideología. Podemos hablar, entonces, del
fetichismo jurídico, cuando el derecho se convierte en el sentido mismo del Estado. Regiría
al Estado como rigen las leyes físicas a la naturaleza. Esta es la pretensión ideológica del de la razón de
Estado, del funcionamiento de sus instituciones.
Las mecánicas y dinámicas estatales
no se rigen por el derecho, por las leyes, por la razón jurídica. Las leyes están para regular las conductas,
para valorar los comportamientos,
estableciendo derechos y deberes; así como libertades y prohibiciones.
El derecho es un instrumento administrativo-jurídico; un tanto convincente, un tanto
disuasivo y un tanto amenazador. El Estado se rige por la disponibilidad de fuerzas, por el monopolio legítimo de la violencia concentrada, por el juego de la correlación de fuerzas, en el campo
político, así como también en otros campos
sociales, como el campo económico y
el campo escolar. El Estado es una organización de las fuerzas sociales capturadas. Parte de ellas funcionan
como burocracia, cumpliendo funciones
administrativas; otra parte funciona como aparatos
de emergencia, ya sea resguardando el orden, ya sea garantizando la soberanía y cuidando las fronteras. Otra
parte funciona cumpliendo funciones en la enseñanza,
donde el Estado reproduce los símbolos
institucionales, los significados
históricos, las narrativas estatales.
Las fuerzas sociales capturadas
pueden adquirir una distribución
mayor, dependiendo de la división del
trabajo funcionario. Por otra parte, la sociedad
institucionalizada, que es, a la vez, el sostén social del Estado, así como
producto mismo de la estatalización, también se encuentra atravesada por las mallas institucionales correspondientes
a la sociedad civil. Estas mallas institucionales de la sociedad civil están vinculadas y
articuladas a las mallas institucionales
del Estado; macro-institución que hace como maquinaria
fabulosa del poder; ideológicamente,
como síntesis política de la sociedad
civil[7].
Esta es otra razón por la que hablamos de ideología
jurídico-política. Se trata de una
pretensión que extiende excesivamente la
condición y el carácter del derecho
en el funcionamiento, la composición y la mecánica estatal. Además de cumplir
plenamente el papel ideológico que le
compete; la legitimación del poder.
Sin
embargo, lo que interesa, en este ensayo, no
es tanto el señalar los límites
de la formación discursiva y enunciativa
jurídico-política, sino comprender cómo funciona la maquinaria de
poder, la maquinaria del Estado,
y qué papel cumplen las leyes, el discurso
jurídico-político, la ideología
liberal, que ha sido heredada por otras ideologías
políticas, como las nacional-populares.
No
se puede decir que el discurso
jurídico-político se equivoca, en el sentido
práctico de su funcionamiento. El Estado requiere de un discurso que diga que el núcleo del Estado es el derecho; que es como decir que el núcleo del Estado es la justicia. El funcionamiento del Estado
requiere de una ideología, que
convierta al Estado en una entidad suspendida. Entidad que se encuentra como
fuera de la sociedad civil, sobre la sociedad civil, separada, al margen, por así decirlo, de las pugnas, concurrencias
sociales, al margen de la lucha de clases.
Entonces, se trata de ungir al Estado del simbolismo
imaginario de lo sagrado; solo que, en este caso, de lo sagrado político, no religioso.
Simbología que le otorga al Estado la figura de estar fuera de la historia; que permite ungir a la ley del
carácter de valor absoluto e
indiscutible. Que coadyuva en convertir al derecho
y a la razón jurídica en la esencia del Estado mismo. Es así cómo
los ciudadanos deben concebir al Estado y sus relaciones con esta entidad casi sagrada.
El constitucionalismo jurídico convierte a
la Constitución en un fetiche;
despliega todo un fetichismo
constitucional. La Constitución no solamente es la Ley Madre, la madre de
todas las leyes, sino es la madre
misma de la nación, del
Estado-nación, así como de la sociedad
institucionalizada. Es decir, el acuerdo
social y político, si se quiere, el contrato
social y político, se convierte en el origen
del Estado. El Estado no nace del texto
constitucional, como si la racionalidad
jurídica-política se realizara, se materializara, en la estructura estatal; este es el idealismo
jurídico-político. El Estado nace de la violencia
inicial, de la guerra de conquista,
de la disponibilidad de fuerzas, que
articulan los territorios dispersos, los pueblos distribuidos, las diferentes
culturas y las variadas lenguas; concentrándolas en el manto del Estado,
homogeneizándolas, diseminando su localismos,
sus lenguas y culturas, para convertirlas en un solo pueblo, el pueblo
que hace a la nación.
La historia efectiva de la genealogía del Estado no puede
mostrarse, tiene que ocultarse; pues no sirve para la legitimación del poder.
Mas bien, devela las dominaciones desplegadas, las violencias ejercidas, las usurpaciones
habidas, la sangre derramada para edificar el Estado. Se sustituye la historia efectiva por la narrativa histórica del Estado. Una narrativa que expone la secuencia de la formación del Estado, la sucesión
de la temporalidad política, en la que se ha desarrollado el Estado.
Inclusive cuando la historia abre la mirada a los estragos de la violencia,
de las guerras, abarcando a las guerras civiles, lo hace de tal modo, que estos
acontecimientos aparecen como contingencias dramáticas en la marcha
ascendente de la razón de Estado. De
todas maneras, encubre el desenvolvimiento
de la violencia como contundencia de
la disponibilidad concentrada de las fuerzas, que marca y modula los cuerpos y los territorios.
La formación discursiva que se opone al discurso jurídico-político, que lo
interpela y lo descalifica, es la formación
discursiva y enunciativa histórico-política.
Para el discurso histórico-político
no hay legitimidad en el Estado, en
cuanto Estado impuesto por los conquistadores.
Este discurso devela la violencia inicial, así como la violencia desplegada y transmitida en las instituciones y las leyes.
El discurso-jurídico-político ventila
la memoria de las guerras inconclusas, convierte al acontecimiento de la guerra en un concepto
que hace inteligible al Estado y a la
formación social. No son pues el derecho, la justicia, la racionalidad
jurídica, la esencia del Estado,
sino la guerra, la victoria momentánea de la guerra de
conquista, la guerra inconclusa para
los vencidos, que se preparan para
llevar a cabo la batalla final, que
los reivindicará y que los librará de su opresión. Que no pueden considerarse
esencias, pues el enfoque genealógico del poder no es metafísico, como el que atraviesa a la filosofía y a las ideologías;
son acontecimientos.
Como
se puede ver, estamos ante el enfrentamiento ideológico de dos formaciones
discursivas, en lo que respecta a la interpretación
del Estado. Por un lado, se busca la legitimación
del Estado; por otro lado, se lo interpela
como ilegitimo. Sin embargo, se convoca a la guerra, se declara abiertamente el derecho a la subversión,
contra un Estado ilegitimo; legitimando, de esta manera, a través de
un discurso histórico-político, la
propia acción subversiva y el proyecto propio de Estado.
Ahora
bien, es el discurso histórico-político
el que acompaña, en sus formas concretas y particulares, a las guerras anticoloniales, en el continente
americano, y a las insurrecciones
antimonárquicas, en el continente euroasiático. La pregunta es: ¿por qué
los “revolucionarios”, una vez ganada la guerra
anticolonial, una vez haber llegado a la victoria de la revolución,
guardan en la baulera el discurso
histórico-político de combate y
asumen el discurso jurídico-político para la legitimación del flamante Estado, el Estado liberal?
Michel
Foucault da una interpretación
genealógica en Defender la sociedad.
Dice que la revolución triunfante sintetiza las dos formaciones discursivas, la jurídico-política
y la histórico-política; el
discurso histórico-político queda
como historia, enfoca el pasado. En
tanto que el discurso jurídico-político
es actualizado; se hace cargo de la
nueva legitimidad. Para ajustar los
dos perfiles discursivos, se dice que
la guerra acabada, que llevó a la victoria y al Estado nuevo, es la última guerra; la revolución victoriosa es la última
revolución. En adelante no hay historia,
sino el presente, que es como el fin de
la historia, cuando el Estado y
la sociedad se desenvuelven según las leyes[8].
Es
elegante esta explicación; sin embargo, la historia
no acaba. Vuelve a ocurrir algo parecido con las revoluciones socialistas. Otra versión del discurso histórico-político, más moderna, si se quiere, el de la lucha de clases. El discurso histórico-político marxista es el que acompaña las luchas sociales contra la dictadura de la burguesía, con máscara
democrática. Cuando la revolución
socialista triunfa, los “revolucionarios”, al hacerse cargo del poder, al construir el nuevo Estado
socialista, guardan el discurso de la
lucha de clases, sirviendo para
exponer el pasado o, en el presente, para interpelar a los Estado-nación que no han experimentado la revolución socialista, para interpelar al imperialismo. El discurso vigente, respecto a la legitimación del Estado socialista es el discurso
jurídico-político, en la nueva versión socialista. ¿Qué ocurre? ¿El discurso útil cuando se está en el
Estado es el discurso jurídico-político,
el discurso útil cuando se lucha
contra el Estado es el discurso
histórico-político? ¿Es la situación,
es decir, la ubicación en un contexto-tiempo, lo que hace al discurso? No es el discurso el que conforma la situación;
tampoco se puede decir que le otorga el sentido
desde la inmanencia misma del discurso y del enunciado. Para decirlo resumidamente, el sentido emerge del encuentro entre el lenguaje y la experiencia
social, en una coyuntura-contexto determinada.
Ahora bien, ¿al cambiar de condición
política, de subversivos a gobernantes, el discurso
histórico-político se vuelve inadecuado, hasta inútil; no sirve para
acompañar a las acciones gubernamentales? ¿Qué implica en términos estructurales, relativos no solo a la ubicación en el mapa del campo político, sino a la predisposición subjetiva?
Es
difícil responder a estas preguntas, pues hay que aclararse nuevamente la
relación del lenguaje en el mundo efectivo. Retomando a Merleau
Ponty, el sentido se da en el mundo, en el flujo de relaciones de
las composiciones sociales en el mundo[9].
No hay un sentido inmanente en el lenguaje, como expresión de la inmanencia
del cogito. El sentido es, entonces, una relación,
no del significante con el significado,
relación estructurante del signo, en
el sistema de la lengua; sentido adquirido en la frase o en el
texto. Se trata de la relación social
en el mundo y con el mundo; relación social atravesada por el lenguaje. El lenguaje es
como una técnica, aunque no es solo
eso, sino mucho más, que se compone
de signos, signos que se diferencian,
se contrastan y conforman composiciones
lingüísticas comunicantes. El lenguaje
transmite lo que se quiere decir, expresar, describir, señalar; también transmite
interpretaciones de la experiencia social. Sin embargo, el lenguaje también es hermenéutica social; flujo constante de interpretaciones. No solo comunica sino al interpretar la experiencia
social, al acudir a la memoria social, la relación social con el mundo
adquiere la tonalidad de flujos narrativos, donde el sentido es ya una trama. Mediante el lenguaje,
aunque, obviamente, no solo, la relaciones
sociales en el devenir mundo
inventan el mundo en devenir, expresado en el devenir sentido, que, es, al mismo tiempo, devenir trama, devenir narrativa.
La semiótica se ha abierto al estudio de
una constelación de sistema de signos, más allá de los sistemas lingüísticos; en el ámbito de
los sistemas lingüísticos, incluso
del sistema lingüístico conocido como
lenguaje, la lingüística tiene ante sí una gama de formaciones discursivas[10].
Nos situaremos solo en una, que la denominaremos, como lo hicimos algunas
veces, alternando definiciones, formaciones
discursivas ideológicas. De estas formaciones
discursivas, solo tomaremos las dos aludidas, la relativa al discurso jurídico-político y la relativa
al discurso histórico-político. Intentaremos aclararnos, por lo menos, interpretativamente, recurriendo a hipótesis teóricas, las funciones de estas formaciones discursivas en las formaciones
sociales; centrándonos principalmente en las relaciones con las estructuras de poder, primordialmente
con el Estado.
Como
substrato de la formación discursiva jurídico-política se encuentra la experiencia social; empero, se trata de
una manera de asumir la experiencia
social. No se la toma en cuenta como tal, como experiencia, por lo tanto, abierta a la proliferante abundancia de información sensible. Sino reducida a no
solamente un recorte sesgado, sino a la memoria
institucional; se considera este recorte como historia, que no es otra cosa que memoria institucional, consagrada. A partir de este supuesto, que
es tomado como realidad indiscutible,
realidad del pasado, se conforma, a lo largo del tiempo, por así decirlo,
recurriendo a las metáforas de
costumbre, la interpretación casi sagrada
del poder, de la legitimidad y la legalidad
del poder; interpretación apologética de la soberanía inmaculada, sobrellevada por el símbolo bifurcado, de los
dos cuerpos y las dos cabezas del rey. Así como interpretación
del sujeto; es decir, del sujeto soberano, del monarca, símbolo corporal del poder. En este cuadro, que no se puede terminar de armar, si no incluimos la interpretación de la verdad, entra pues ésta; que es la que
sella la divinidad del poder, la
expresión simbólica del poder, la definición jurídica y política de la soberanía, la inmanencia y la trascendencia
del sujeto y, haciendo circular todo
esto, la manifestación esplendorosa
de la verdad.
El Estado territorial, la monarquía absoluta y el imperio colonial, construyó un discurso jurídico-político, que es una narrativa de la herencia del poder, de la consanguínea legitimidad, de la soberanía
del soberano, de la subjetividad del
sujeto solitario, aposentado en el
trono. Narrativa de la verdad solar, que envuelve esta estructura
de poder, legitimidad, subjetividad, soberanía, en el halo de la verdad transmitida de generación en
generación.
A
esta naturalidad del poder, a esta simbología institucional
del poder, que también es la institucionalidad alegórica de lo simbólico, se opone el discurso histórico-político de los pueblos conquistados por la nobleza guerrera y los aventureros en busca de la ciudad dorada. Los pueblos
conquistados no reconocen la verdad
de este discurso jurídico-político;
al contrario, lo interpelan, lo denuncian, señalando sus imposturas, sus
encubrimientos, su hipocresía. Pues esconde la violencia descarnada del poder
soberano. Rememora la historia
efectiva de este poder, que, para
encumbrarse, para hacerse del poder,
para monopolizar la propiedad de la tierra, desencadena la violencia demoledora y, a la vez, como
acompañando esta contundencia atroz y devastadora, de manera paradójica, evoca un discurso casi épico del poder.
El discurso jurídico-político se elabora en
las contingencias de las batallas
vencidas; en el aposentamiento de la institucionalidad
del poder; en la extensión del poder, que se concentra y se centraliza;
que aglutina e incorpora territorios
de pueblos conquistados. El interlocutor
de preferencia no es la misma corte,
ni la nobleza, ni los aventureros, ni lo conquistadores, tampoco solo la burocracia
estatal; a todos ellos no tiene que convencer, ya están convencidos. El interlocutor
objeto son los pueblos vencidos, capturados, subyugados; es a ellos que tiene que
convencer. Se trata de algo parecido a la búsqueda de hegemonía, aunque de lejos no lo sea; la hegemonía se realiza en democracia,
aunque sea institucional y formal. La hegemonía se logra como ideología,
en pleno sentido de la palabra; es una cosmovisión
compartida socialmente, por todos los estratos sociales, por todas las clases
sociales. Es, supuestamente, la interpretación del conjunto social,
sostenido institucionalmente, sobre
todo, por el campo escolar. En este
caso, la burguesía habla a nombre de
toda la sociedad, habla a nombre del pueblo.
En cambio, en el caso de la “legitimación” de la monarquía absoluta, del Estado
territorial, no se trata de hegemonía,
sino, mas bien, de una retórica, que
busca convencer, con menos elocuencia y despliegue de lo que ocurre con la hegemonía. Pero, lo hace, de tal modo,
que quiere convencer a la víctima
enterrada de que lo que ha hecho es por su bien y en nombre de Dios; a la víctima
presa, a la víctima capturada, a la víctima sometida y obligada a pagar
tributo, de que lo que hace es por naturaleza,
por mandato divino, para gobernar y ordenar a una sociedad descarrilada.
El discurso jurídico-político del Estado territorial, entonces, para
decirlo retrospectivamente, es como “hegemonía” trucha. Unge a la monarquía absoluta - que se va extender
mundialmente, con la conquista y la colonización, convirtiéndose en corona del imperio - de la grandeza del teatro del poder, que transmite la narrativa recogida de la trama de la epopeya. Sin embargo, el discurso
jurídico-político de la monarquía
absoluta y colonial es ya ideología
del Estado. El Estado territorial se
atribuye nombres, exaltando su narcisismo, pintado de superioridad y jerarquía;
se muñe de un discurso que da órdenes y ordena administrando, un discurso que dictamina y regula, un discurso
que norma, que prohíbe; pero, también tolera ciertos derechos consuetudinarios.
Al
dirigirse al interlocutor vencido -
empero, peligroso, porque es una constante amenaza; puede volverse a levantar y
rebelarse, reclamando sus tierras, sus leyes, su propia soberanía – el discurso jurídico-político no emerge
pues solo desde una elaboración auto-referida,
pues se construye en la hetero-referencia,
dirigiéndose al enemigo vencido. Tomando
en cuenta, en la narrativa, los
choques de las batallas, aunque sean, en este caso, hitos del despliegue de la
grandeza del Estado. No como en el otro discurso
histórico-político, pruebas de la violencia y de la usurpación de un poder
ilegítimo. El sentido del discurso jurídico-político no se
encuentra en la interioridad del discurso mismo, sino, mas bien, en los lugares que menciona, en la guerra vencida, en el enemigo sometido y convertido en vasallo.
El sentido deambula en ese mundo, el del Estado territorial, cantando a dos voces; el de la apología del poder y el de la interpelación al poder por parte del
pueblo, la nación, la tierra sometida.
No
se puede interpretar el sentido de este discurso encerrándose en el mero discurso de los textos
oficiales, incluso de los textos de
contra-poder, pues el sentido se
encuentra en el mundo, no en los textos, porque, además, los textos también se encuentran en el mundo. Se trata de un mundo de las representaciones, no del mundo efectivo, que es mundo social en constante devenir, al que
busca capturar la monarquía absoluta
y la corona imperial. Mundo desgarrado por sus guerras de conquista; por esto mismo, mundo despedazado, que quiere unificarse, cicatrizar sus heridas, bajo la
unidad central del poder soberano.
Ahora
bien, parece que los dos discursos enfrentados, el jurídico-político y el histórico-político, aunque opuestos y
contrastados, forman parte del mismo mundo
de las representaciones; se encuentran en el mismo mundo en el que se ha edificado el Estado territorial. A pesar de sus contradicciones, denuncias e
interpelaciones, sobre todo, del discurso
histórico-político, que desmiente al discurso
jurídico-político; de manera paradójica,
ambos discursos parecen complementarse
perversamente. Un discurso encuentra
su sentido en el otro; aunque su sentido
se construya en contraposición con el
otro. En consecuencia, parece que el sentido
de los discursos, al emerger de la confrontación, es el sentido mismo de los enfrentamientos.
El sentido
inmanente es el de la guerra habida,
pero, también de la guerra latente;
pues para los vencidos la guerra no ha acabado.
En
relación a esta interpretación de las
formaciones discursivas, vamos a
proponer una estratificación de los sentidos, por así decirlo. Para no
complicarnos todavía, dejando esta tarea para después; en principio, de una
manera esquemática, tomaremos en
cuenta dos estratos de sentido; el
sentido explícito, dicho,
manifestado, que es el que propiamente emite el discurso; y el sentido inmanente, que es el sentido
de los discursos en el mundo.
Sentido que emerge en el
ejercicio mismo de los discursos en
el mundo, acompañados, desde luego,
por otros ejercicios operativos, como
los relativos al poder; así como, en
contraste, desligues de contra-poder,
como el de las resistencias. El sentido inmanente corresponde a la trascendencia plural del acontecimiento, trascendencia que se pliega en la inmanencia del sentido,
que aparece como si fuera síntesis de
esta pluralidad.
Retomando
las preguntas que nos hicimos sobre el diletantismo
de los “revolucionarios”, que al tomar el poder,
se convierten en los defensores del nuevo orden,
cambiando de discurso; pasando del discurso histórico-político al discurso jurídico-político. Para
responder, podemos recurrir a la interpretación
que acabamos de exponer. Al parecer no debería sorprendernos este diletantismo, pues ambas formaciones discursivas, la de legitimación del poder y la de interpelación
al poder, pertenecen al mismo mundo
de representaciones. Esta sería la
primera puntualización. ¿Cómo ocurre
esto?
No
parece explicada esta inversión de
papeles, por así decirlo, solo atribuyendo al diletantismo este desenlace.
De esta manera se cae en la conjetura
religiosa de la debilidad humana,
de su vulnerabilidad y su corruptibilidad; que es caer en la tesis del mal. No parece tampoco
adecuado describir este fenómeno, de
la inversión de papeles, al cambio de discursos,
como si se cambiara cartas en un juego de naipes. Lo que ha cambiado es la colocación en el contexto de la estructura de poder, así como, en el contexto de la estructura colonial. El
ocupar el trono y agarrar el cetro, da lugar a otra ubicación en este contexto
estructurado del poder, distinta a la ubicación
que se tenía cuando no se estaba en el trono;
se estaba en inmenso entorno que
sitia al trono.
Dicho
de manera simple, pecando de esquematismo,
diremos que no es el discurso el que
hace al “revolucionario”, sino su ubicación
en el contexto estructurado del poder. Como tampoco hace el discurso al que ejerce poder, al que lo expresa simbólicamente, al que defiende el
poder; sino los constituye su ubicación
en el contexto estructurado de poder. Interpretando,
por de pronto, esta esquemática hipótesis,
se puede deducir que la ubicación, en el contexto de la estructura de poder, es condicionante en lo que respecta al comportamiento de los gobernantes, también de los gobernados, sobre todo, de los sublevados contra el poder.
La hipótesis esquemática sobre la condicionante de la ubicación en el contexto de
la estructura de poder, ayuda a sugerir, por lo menos, alguna condición de incidencia en lo que respecta a la inducción de los comportamientos
políticos; abandonando el prejuicio
simplón, convertido en sentido común,
de que se trata de la culpa, de la
debilidad y la corruptibilidad; atributos condenados de subjetividades inconsistentes. Puede darse todo esto, en la contingencia de las atmósferas embriagantes del
poder y en los escenarios
ceremoniales del poder; empero, estos derrumbes
éticos-morales no explican el diletantismo,
salvo si se toma en serio la tesis
religiosa del mal. Es menester salir de esta costumbre aterida de juzgar, culpar, señalar; actitudes, que
más bien, muestran la consciencia
desdichada del sujeto juzgador. La
tarea no es juzgar, sino comprender el funcionamiento de las maquinarias
de poder, de los procesos inherentes, cuando se observa el cambio de papeles, el
cambio de discursos, en los “revolucionarios” que toman el poder.
La
tesis esquemática sobre la condicionalidad
de la ubicación en el contexto de la estructura de poder,
ayuda a salir de este acto de juzgar
y condenar; sin embargo, se encuentra
todavía lejos del comprender, del entender y el conocer, que pueden permitir operar
prácticas y técnicas que desarmen
y desmantelen las máquinas de poder. Resulta
todavía una hipótesis simple, que tampoco puede explicar las mecánicas y dinámicas, que hacen de substrato de estas mutaciones políticas. Es menester, entonces, avanzar a la intuición de la complejidad dinámica del acontecimiento político; abriendo la
mirada a otras condiciones y procesos de incidencia,
que hacen de entramados, también de inducciones, por así decirlo, que
empujan a los sujetos involucrados al
encantamiento del poder.
Sugerimos
que la condicionante de la ubicación, en el contexto de la estructura de poder, viene acompañada por otras condicionantes, con las que se articula, formando el tegumento de las atmósferas y climas de poder, de los escenarios de poder, en los que los “revolucionarios” terminan
encandilados. Se trata de recortes de
realidad, que son representados
como si fuesen efectivamente la realidad social entera; incluso, considerando un alcance menor, como
si fuese efectivamente la realidad política completa. Es desde
estas esferas del poder que la clase política contempla el mundo; lo observa y saca sus
conclusiones. La perspectiva desde estas
esferas, viene definida por el ángulo
del enfoque, por así decirlo; ángulo que
le da la visión que permite este enfoque y este ángulo. Una consecuencia funesta para la parte de la clase política gobernante, es que recibe información
acotada, filtrada, en el mejor de los casos; información distorsionada, en uno de los peores casos.
Pero,
no es solo la información acotada, en lo que respecta al alcance
de la información y en cuanto a su
utilidad, por más abundante que sea, así como tampoco es solo la información distorsionada, lo que, al final, coadyuva en las equivocadas
decisiones políticas, que alimentan la crisis, como la leña alimenta el fuego. Sino
que la clase política, imbuida por la
confianza de sus certezas, creyente de las narrativas
del poder, confiada en la apología
del Estado y la versión de la historia
de las dominaciones, confunde la realidad
efectiva con la trama de sus narrativas. Entonces, estima que las consecuencias de sus actos son los configurados por la trama ideológica. Es cuando
la clase política manifiesta los síntomas de la decadencia; al confiar en la trama
de su narrativa ideológica, desecha
toda posibilidad de ponderación objetiva.
Volviendo
a las dos formaciones discursivas, la
jurídica-política y la histórica-política, ambas construyen
sus narrativas ideológicamente; es
decir, como voluntad investida de ideas. Ambas creen que el mundo efectivo es el mundo de las representaciones; con esto,
viven en el mundo de las representaciones,
donde actúan, imaginariamente; aunque evidentemente se encuentran en el mundo efectivo. En consecuencia, ambas formaciones discursivas pueden deducir
acciones políticas, que funcionan en la ideología,
empero, no necesariamente en el mundo
efectivo. Al respecto, la ventaja comparativa,
la tiene la formación discursiva
histórica-política, al abrirse a la realidad
efectiva para actuar, aunque lo haga en recortes
adecuados por la ideología. En cambio la desventaja comparativa se encuentra en la formación discursiva jurídico-política, pues
ya se ha encaracolado en sus esferas,
en las representaciones recurrentes
de su mundo de burbujas.
Sin todavía
abrirnos a mayor complejidad,
tomando, por el momento, esta seleccionada complejidad, que puede considerarse simplicidad integral dinámica, que, sin
embargo, ya ayuda a configurar interpretaciones
más adecuadas a la complejidad,
sinónimo de realidad. Podemos sugerir
una hipótesis interpretativa del diletantismo político. La hipótesis es la siguiente: La ubicación en el contexto de la
estructura de poder, de las atmósferas y los climas de poder, de los
escenarios deslumbrantes del poder, de las narrativas ideológicas, que
participan del mismo mundo de las
representaciones, aunque se oponen y contrastan, al imbricarse y
entrelazarse, conforman un tejido de condicionantes
y una textura de procesos, que coadyuvan al diletantismo
político. Ciertamente, por lo menos teóricamente, también como excepción de la regla, a pesar de este tejido de condicionantes y esta textura de procesos imbricados,
coadyuvantes del diletantismo, la voluntad y la decisión política pueden darse como actitud consecuente,
continuando, en función de poder, las luchas iniciadas. Sin embargo, esta no es la generalidad ni la regularidad;
lo que se repite abrumadora es la decadencia,
el círculo vicioso del poder.
Ciertamente,
el diletantismo es una decisión personal o grupal. No se puede
atribuir esta conducta política a las
condicionantes y procesos de los que hablamos, que coadyuvan; sin embargo, la decisión personal o grupal se da en un contexto propenso. En este sentido, nadie escapa a su responsabilidad. Pero, de lo que se trata no es de constatar la
debilidad, la vulnerabilidad, la corruptibilidad, de la clase política, sobre todo, cuando está en condición de gobernante;
sino de comprender el funcionamiento de las máquinas de poder.
La
tercera hipótesis sobre el diletantismo
político es la siguiente: Ante los desafíos de los cambios y las transformaciones estructurales e institucionales, ante las abrumadoras
dificultades y complejidad saturada,
el “gobierno revolucionario” suele optar por el pragmatismo, en su sentido lato, que considera razonable y adecuado
para los fines perseguidos. Se
comienza así, con este pragmatismo
lato; empero, ninguna decisión escapa a las consecuencias
inesperadas. Después, el pragmatismo
adquiere relevancia, pues hay que atender a la problemática abierta a su propia
complejidad. Entonces, el pragmatismo se aplica a un conjunto de
problemas concretos, adecuándolo, en cada uno de los casos, al propio perfil
especifico singular de cada problema.
Después, viene, la aplicación generalizada del pragmatismo. Cuando ocurre esto, ya no
hay frontera entre el pragmatismo y
el oportunismo, entre la cautela y el cinismo. Ya, a estas alturas, se confunde el pragmatismo con la corrupción;
con el dar pasos en terrenos que ya no corresponden a los fines políticos perseguidos, por lo menos, en el proyecto y en el
programa. Sino, que pertenecen a otros fines,
que no son ya políticos, sino que
forman parte de la economía política del
chantaje.
Los desenlaces ya son más asombrosos que cuando
el asombro correspondía a la pregunta de por qué se sustituye el discurso
histórico-político de lucha por
el discurso jurídico-político de legitimación. Los desenlaces desconciertan, sobre todo, porque los “revolucionarios”
en el poder adquieren los hábitos y habitus de la clase política derrocada.
Se convierten en una nueva élite,
que sustituye a la anterior o, en su caso, una nueva casta de nuevos ricos,
que refuerzan a la composición de la burguesía.
Entonces,
se puede concluir, provisionalmente, que el problema
no radica tanto en el cambio de discurso,
de un discurso interpelador pasar a
un discurso legitimador, sino en el círculo vicioso del poder; en la reproducción del poder por otros
caminos, con otros discursos, con
otros personajes, incluso con otros guiones. Lo más asombroso es cuando el poder se reproduce, es decir, las dominaciones se reproducen,
reiterándose, por el camino de la “revolución”.
Esta
constatación, puede llegar a ser profundamente desalentadora y desmoralizante.
Sin embargo, hay que tener en cuenta, que una interpretación pesimista, como ésta, que considera esta
desmoralización y deduce la calamidad, todavía se conforma a partir del mismo mundo de representaciones en el que se
encuentran las dos formaciones
discursivas mencionadas. Solo que lo hace en el umbral y el límite de
este mundo, avizorando ya la complejidad del mundo efectivo. La tarea es lograr interpretaciones que no se elaboren desde el mundo de representaciones heredado, sino desde la experiencia social y la memoria social
actualizadas y dinámicas; que son las condiciones
de posibilidad de aprendizajes y aprehensiones, de creación de otros mundos posibles.
La
cuarta hipótesis sobre el diletantismo
político es la siguiente: La ofuscación de los pueblos, atrapados también en las ideologías, encerrados en el mismo mundo de las representaciones, obstaculizados, por esto, para
acceder a la comprensión del mundo efectivo. No solamente de vivirlo,
padecerlo y gozarlo; pues esto es precisamente lo que acontece; sus cuerpos, sus corporeidades sociales, sus ecologías,
se encuentran en el mundo efectivo.
Sin embargo, no lo asumen hermenéuticamente,
en su complejidad dinámica integrada.
Al no hacerlo, caen en la recurrencia reiterada de paradigmas obsoletos, en el clientelismo
político o, cuando constata la decadencia,
en la desmoralización y lasitud nihilista. Al dejar de luchar
por sus emancipaciones, delegando a caudillos o, en el mejor de los casos, a
“vanguardias”, sus propias emancipaciones
y liberaciones múltiples, se hacen cómplices de sus propias dominaciones que
los subyugan.
[1] Ponencia para presentarse en el VIII Congreso Internacional de Derecho
Constitucional: El
Constitucionalismo latinoamericano: Debates y desafíos. Universidad Libre. Bogotá-Colombia. Septiembre
de 2016.
https://pradaraul.wordpress.com/2015/12/18/critica-de-la-ideologia-i/. https://pradaraul.wordpress.com/2016/05/13/trama-acontecimiento-y-crisis-ii/.
[3] Ver Defender la sociedad. https://monoskop.org/images/3/34/Foucault_Michel_Defender_la_sociedad.pdf.
[6] Ver Descolonización y transición. https://issuu.com/raulpradaalcoreza/docs/descolonizaci__n_y_transici__n_2.do.
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