sábado, 1 de abril de 2017

La república de cuatro poderes

La república de cuatro poderes

Raúl Prada Alcoreza


















La crisis política y económica de Venezuela ha desembocado en la anulación de uno de los cinco poderes que conforman a la República Bolivariana. El Poder Judicial ha absorbido las funciones del Poder Legislativo; quedando en función los otros tres poderes: el Poder Ejecutivo, el Poder Ciudadano y el Poder Electoral. El Poder Ciudadano es ejercido por el Consejo Moral Republicano (CMR), integrado por el Defensor del Pueblo, el Fiscal General de la República Bolivariana de Venezuela y el Contralor General de la República. El Poder Electoral está constituido y representado por el Consejo Nacional Electoral. En otras palabras, el Poder Judicial - que es el encargado de administrar la justicia, emanada de los ciudadanos, justicia que se imparte en nombre de la República, por autoridad de la ley, constituido por el Tribunal Supremo de Justicia y los demás tribunales inferiores, que el Congreso establezca - ha asumido las funciones del Poder Legislativo, que es dirigido por una cámara, unida a la Asamblea Nacional, encargada de la formación, discusión y sanción de las leyes federales, las que rigen en el Distrito Capital, las Dependencias y los Territorios Federales. Entonces, el poder Judicial, que administra justicia, ahora se encargará de legislar.

Sabemos que administrar justicia no es lo mismo que legislar; la pregunta es: ¿en el marco de la República y de la Constitución, es justo que la administración de justicia legisle? Fuera de que estas tareas no son de su competencia, tampoco son sus atribuciones, la pregunta va en el sentido de si el Poder Judicial hace justicia cuando absorbe las funciones legislativas del Poder Legislativo. Volviendo a la antigua connotación de lo que significaba justicia - Δίκη, Díkê, en griego -, que se refiere a lo ajustado, a lo adecuado, si se quiere a la armonía; no parece adecuado ni armónico que el Poder Judicial se trague al Poder Legislativo. Volviendo a la denotación actual de justicia, que significa dirimir correctamente, si se quiere, también garantizar el bien común, lo que supone contar con virtud, tampoco parece que se haya hecho justicia en este sentido. Al contrario, se desconoce taxativamente el voto de los ciudadanos, que votaron por los “representantes del pueblo” seleccionados para el parlamento. Esto no es justo con los votantes. Si la democracia formal, es decir, la República instituida, supone la división de poderes, que implican el equilibrio de poderes, equilibrio efectuado por pesos y contrapesos; entonces, se ha roto el equilibrio de poderes, quedando coja la República, si es que no se ha desmoronado.

Los argumentos de que el Legislativo no “acataba” las determinaciones del Poder Judicial, no son argumentos suficientes como para anular al Poder Legislativo; la independencia de poderes es uno de los atributos de los poderes del Estado-nación. El argumento ideológico de que se trata de un Legislativo donde se aposentó la “derecha”, el conservadurismo que se opone a la revolución bolivariana, no es, desde todo punto de vista, un argumento; menos para anular al Poder Legislativo. El debate ideológico es para interpelar, si se quiere desde la “izquierda” a la “derecha”, también viceversa; pero, la ideología no es un argumento, ni un mecanismo legítimo para encubrir la anulación del Poder Legislativo. Si se quiere, la ideología es el escenario donde la lucha de clases adquiere la forma de la discusión, del debate, de la interpelación; empero, no es un instrumento legal, un dispositivo jurídico-político, un mecanismo estatal adecuado para cerrar, aunque sea provisionalmente, al Legislativo. Si se lo hace, es por la fuerza directa y descarnada. Con lo que ya no estamos en las reglas de juego de la democracia formal; asumida en la Constitución y en la propia República Bolivariana de Venezuela constituida e instituida.

Esta medida de absorción de un poder por otro, traslada la pugna política, la concurrencia política, a otro escenario; el de las fuerzas descarnadas, sin el ropaje y la investidura republicanas. Sin leyes, sin dispositivos de Estado, que hacen al equilibrio de poderes. El Estado se repliega a su condición de emergencia; al lugar de origen de donde emerge: el Estado de sitio, cuando se suspenden los derechos ciudadanos, civiles, políticos; sobre todo, en este caso, se suspende el juego de las reglas democráticas.

Segunda pregunta: ¿La defensa de una revolución tiene que pasar por esta suspensión de la democracia institucional? Sobre todo, si se trata de una revolución que emerge de las urnas, que se desenvolvió y desplegó a través de la convocatoria democrática, las justas electorales, la transición democrática de las transformaciones. No parece esta una defensa de la revolución; en el caso concreto, de la revolución bolivariana. Parece, mas bien, una medida desesperada de una cúpula de gobierno, que se perdió en el camino, perdiendo a la misma revolución bolivariana, incluso, parece, que perdió al mismo pueblo, del que habla tan altisonante.

No se puede confundir la defensa de la revolución, que nunca puede dejar de ser crítica, con la defensa de una estructura de poder. Que no es otra cosa que la defensa del monopolio del poder por parte de una cúpula política; monopolio que se efectúa a nombre de la revolución bolivariana; es más, a nombre del caudillo, la convocatoria del mito. Cuando ocurre esto, es síntoma evidente de que la revolución se ha esfumado, quedando en algún lugar del camino.

El problema radica en el estrato palaciego que usurpa la revolución al pueblo. La usa como escudo para hacer otra cosa, menos la revolución; revolución que significa transformaciones estructurales e institucionales. Sobre todo, transferir las decisiones políticas al pueblo, con lo que se conoce como democracia participativa.  Nada de esto ha ocurrido, salvo al principio, en las primeras gestiones de los gobiernos de Hugo Chávez. Después, se llega a un punto de inflexión, a partir del cual se transita regresivamente, incluso restauradoramente. Lo peor, se restablecen las viejas prácticas del ejercicio del poder, sobre todo, las prácticas del lado oscuro del poder, las formas paralelas del poder; acompañadas de la corrosión institucional y la corrupción, que alcanza niveles galopantes.

Los pueblos no pueden dejar que bribones políticos se encubran, usando discursos estridentes, que pretenden pasar por alocuciones “revolucionarias”; cuando son, mas bien, discursos de camuflaje, discursos envolventes, para cubrir sus fechorías. Casi todas las revoluciones, en la historia política moderna, se han perdido con estas comedias; una vez que las revoluciones cambian el mundo, hasta donde pueden, se hunden en sus contradicciones. El problema es que el pueblo, esperanzado, que se movilizó, generando las emergencias políticas rebeldes, sosteniendo a las convocatorias sociales, sean populistas, nacionalistas, de la “izquierda” barroca, sosteniendo la figura del caudillo, que es un imaginario colectivo, no identifica a los comediantes de los revolucionarios. Cree en los disfraces de los comediantes; por lo menos, en una primera etapa, el pueblo toma a los comediantes como lo que imitan, las imágenes de revolucionarios de antaño. Más tarde, se da cuenta que algo anda mal. Sin embargo, no atina a salir del entrampamiento; todavía apuesta a seguir delante, incluso con los comediantes. Considera que pueden servir todavía para por lo menos dar unos pasos adelante. Se equivoca, lo que hace es  amarrarse a quienes conducen al naufragio. La responsabilidad del pueblo combativo es seguir adelante, sin los comediantes; éstos hasta ahí llegaron como improvisados acompañantes. ¡La lucha continúa!

El dilema falso que se vierte es, si caemos “nosotros”, que encarnamos la “revolución” - discurso de los comediantes – viene la oligarquía, otra vez, viene el neoliberalismo, otra vez. Es falso, pues de ninguna manera se trata de volver ni con la oligarquía, ni con los neoliberales, sino seguir adelante, atravesando límites, cruzando umbrales, abriendo horizontes. El chantaje emocional de los comediantes es patético. Defender a ese “nosotros”, de los comediantes, es apostar por la decadencia.

Ciertamente, lo más difícil, para el pueblo, es seguir adelante, pues es, sobre todo, un aprendizaje, toda una pedagogía política. Aprender a autogobernarse, a auto-gestionarse, a auto-determinarse,  a ser libre de todo amo; sea éste la oligarquía, así como la burguesía o, en su caso, sea éste el nuevo amo investido de tutor del pueblo, la nueva élite del poder, el amo de “izquierda”. Esta es la tarea de las nuevas asonadas sociales, las venideras, las que ya muestran su cabeza naciente. Las nuevas generaciones de luchas contra las formas polimorfas de las dominaciones, contra las formas destructivas del sistema-mundo capitalista, no delegaran a nuevos amos la potencia social desenvuelta en las movilizaciones; liberaran su potencia social para hacerse cargo de la misma. Creando, como la potencia de la vida, alternativas y otras formas de organización, otras formas de instituciones, al servicio de la potencia social.





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