Érase una vez un país llamado Brasil
La investigación en Petrobras logró algo impensable: llevar al banquillo y a la cárcel a las élites políticas y económicas del país. El escándalo manchó al Partido de los Trabjadores y creó la oportunidad perfecta para justificar el ‘impeachment’.
CARLA GUIMARÃES
Patricia y yo somos primas, pero nos sentíamos como hermanas. Crecimos en el mismo barrio, en Salvador de Bahía, y vivíamos en edificios vecinos. Ella estaba siempre en mi casa y, cuando no, yo estaba en la suya. Nacimos en una dictadura y asistimos el paso a la democracia. Su padre llamaba revolución a la llegada de los militares al poder. El mío decía que fue un golpe. Su padre temía que un sindicalista barbudo llamado Lula ganara las primeras elecciones directas. A menudo repetía que Lula era un analfabeto. Mi padre creía que, en un país tan clasista como Brasil, un obrero jamás llegaría a la presidencia. Yo ya vivía en Madrid cuando Lula fue investido presidente en 2003, contradiciendo a mi padre, aterrando a mi tío. 13 años después de aquello, Patricia y yo estamos irremediablemente peleadas. Ella defiende la salida de la presidente Dilma. Dice, como su padre, que forma parte de una revolución. Yo, como el mío, digo que lo que está ocurriendo en Brasil es un golpe.
Nuestra disputa empezó el mismo día en que Dilma fue reelegida presidente, hace poco menos de 19 meses. Por aquel entonces Patricia tenía un odio visceral hacía el partido de Lula y Dilma, el Partido de los Trabajadores (PT), mientras que yo les había votado elección tras elección. Cuando Dilma empezó su segundo mandato, Brasil estaba inmerso en uno de los mayores escándalos de corrupción de su historia, el caso Petrobras. La investigación en la empresa de petroleo brasileña logró algo impensable: llevar al banquillo y a la cárcel a las élites políticas y económicas del país. El escándalo manchó indiscutiblemente al partido de Dilma y creó la oportunidad perfecta para justificar el golpe.
Los grandes medios de comunicación de Brasil, que pertenecen a un pequeño grupo de familias, crearon lo que se podría llamar la dramaturgia del impeachment: existe un Gobierno corrupto, el pueblo pide su dimisión en las calles, el Congreso derriba a la presidente y Brasil vuelve a ser el país del futuro. Para esos medios, el PT no solo era el culpable de la corrupción, sino la causa de todos los males de Brasil. Patricia no podía estar más de acuerdo con ese guion. Ella y otros miles de brasileños salieron a las calles vestidos con los colores de la bandera para luchar contra la corrupción y exigir la salida del PT. Cada vez que Dilma hablaba en la tele, Patricia cogía una cacerola y se ponía a protestar desde su ventana. La historia narrada por los medios y defendida en las calles era casi perfecta, si no fuera por un pequeño detalle: Dilma no está acusada en ningún caso de corrupción. Sin embargo, muchos de los responsables por llevar adelante su proceso de impeachment sí lo están. Es el caso del expresidente del Congreso, Eduardo Cunha, del presidente del Senado, Renan Calheiros, y del propio vicepresidente, Michel Temer. Este último fue condenado por el Tribunal Regional Electoral de São Paulo por hacer donaciones de campaña por encima del límite legal y no podrá postularse a ningún cargo público en un periodo de 8 años. Temer acaba de ser nombrado presidente interino de la República de Brasil.
Uno de los mayores errores de Dilma y Lula fue dejarse absorber por la política tradicional. Quizás uno de los mayores errores del partido de Dilma y Lula fue haberse dejado absorber por la política tradicional brasileña. Después de tantos años en el poder, el PT ya no era tan cercano a los movimientos sociales que le apoyaron y estaba dedicado de lleno al juego político. Dilma ganó las últimas elecciones con el apoyo del PMDB de Temer, Eduardo Cunha y Renan Calheiros. Un partido de derechas que siempre estuvo cerca del poder y que ahora ha encontrado la manera de tomarlo.
A pesar de la decepción con el PT, en los últimos meses, miles de personas salieron a las calles para denunciar el golpe. Algo que no estaba en el guion redactado por los grandes medios. Movimientos sociales, sindicatos, líderes indígenas, personalidades del mundo de la cultura y ciudadanos de distintas orígenes sociales se manifestaron en contra del impeachment en diversos actos a lo largo del país. El color predominante en esas protestas era el rojo, a diferencia del verde y amarillo que dominaban las marchas anti-Dilma. Yo participé en una manifestación en Madrid. Éramos cuatro gatos protestando en Sol, pero teníamos la sensación de formar parte de algo mayor. Nos sentíamos parte del enorme movimiento de lucha por la democracia que está tomando Brasil. Más que las siglas, nos unía la indignación de ver a tantos políticos involucrados en casos de corrupción votando a favor del impeachment de la presidente en nombre, paradójicamente, de la lucha contra la corrupción. También nos unía la sensación de que el Gobierno de Dilma no estaba siendo juzgado por sus errores, sino por sus aciertos.
Durante los 12 años de gobierno del PT cerca de 40 millones de personas salieron de la pobreza y la población históricamente excluida ganó espacio dentro de la sociedad. El partido cambió una historia de más de 500 años de desigualdad. Quizás por ello, ganó cuatro elecciones seguidas. En las últimas, la derecha se dio cuenta de que le costaría mucho recuperar el poder en las urnas y decidió tomarlo a través de un proceso aparentemente legal, pero tremendamente injusto. Los que asumen ahora el Gobierno representan los intereses de los grandes latifundios, la industria de las armas, las iglesias evangélicas y quizás de muchos políticos y grandes empresarios a los que le vendría bien que las investigaciones de los casos de corrupción, como el de Petrobras, fuesen finalizadas sin mucho revuelo y sin grandes repercusiones.
El pasado 12 de mayo, cuando Dilma fue apartada de la presidencia, sentí una tristeza enorme. Tristeza e impotencia. Pensé en Brasil, en mi padre, en mi infancia y en Patricia… ¿Estará feliz? ¿Era eso lo que realmente quería? La imaginé devolviendo la cacerola a la estantería de la cocina y guardando su camiseta verde y amarilla en un cajón hasta el próximo Mundial. Para mí, sin embargo, es hora de sacar la camiseta roja del armario. Esta historia no puede acabar aquí.
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