Realismo político de la oligarquía
Raúl Prada Alcoreza
Realismo político de la oligarquía
A lo largo de las historias
políticas de la modernidad en el mundo,
se han patentizado los comportamientos, sobre todo, de aquéllos que tienen
incumbencia con el poder. En los primeros tiempos que el humano
frecuenta – como recita Federico García Lorca -, el recurso a la violencia fue, por decirlo así, el método aplicado de domesticación, con látigo.
Ejércitos de mercenarios servían para tal efecto; después, ejércitos institucionalizados,
usando la figura del servicio obligatorio.
Este método político, el de la
violencia, no se ha perdido ni difuminado;
ha quedado; se vuelve al mismo recurrentemente, cuando la emergencia lo
requiere. Sin embargo, han aparecido otros métodos
y procedimientos políticos, como el relacionado al logro de los pactos sociales; por ejemplo, lo que
llama Jean Jacques Rousseau, el Contrato
social. En otras palabras, se edifica el Estado moderno sobre la base del Contrato Social. Se puede decir que, con
el tiempo, el Contrato Social se
convierte en la Constitución. Empero,
esto es teoría, presupone
corroboradas las interpretaciones rousseaunianas y las interpretaciones del
constitucionalismo. Puede ser que así se piense y se quiera; pero, la realidad, abre otras rutas y recorridos.
En primer lugar, los pactos políticos
no son entre personas de carne y
hueso, sino entre clases sociales,
por así decirlo, de manera fácil y entendible. Mucho mejor dicho, entre expresiones sociales de conglomerados de
fuerzas, cohesionadas, aparentemente, por una “ideología” compartida; por lo
tanto, cuando se da el pacto puede
darse entre más o menos afines o, de lo contrario, entre opuestos. El Contrato Social da lugar a la
construcción del Estado de derecho, a
la arquitectura jurídico-política de la división
de poderes, estableciendo contrapesos,
por lo tanto, el equilibrio político.
Estado de delegaciones y representaciones; por lo tanto, Estado
mediatizado por estas transferencias de las voluntades y de la voz.
Este conjunto de normas, procedimientos y métodos políticos, además de la geometría estructural del Estado-nación, hacen a lo que se conoce como República, también como democracia institucional. ¿Cuál de los
dos métodos políticos es más
apropiado, si se quiere, más útil, para las dominaciones?
¿El recurso a la violencia o el democrático formal? Ciertamente, no se
puede responder a esta pregunta, sin considerar los contextos donde se toman las decisiones. Todo depende de la coyuntura, de la correlación de fuerza, de los niveles de legitimidad, de los contextos
nacionales, regionales y mundiales. Sabemos que la violencia es la descarnada manifestación del poder; el poder está ahí,
sacándose la máscara, mostrando su desnudo rostro implacable.
En relación a la edificación burocrática y mediadora
de la democracia institucional,
Vladimir Ilich Lenin la definía como “cretinismo parlamentario”. Este fue el
argumento trasmitido, asumido y usado por los alzamientos en armas contra el régimen burgués. Sin embargo, otras
interpretaciones marxistas, incluyendo la interpretación de Engels, veían con
buenos ojos, la oportunidad democrática de presentarse a las elecciones, como
partido del proletariado. No estamos en el debate o el dilema que define muy
bien Rosa Luxemburgo, ¿reforma o
revolución?, sino evaluando cuál de los métodos le ha sido más útil a la estructura de poder, a la genealogía de las dominaciones. Hemos
dicho, que depende del contexto.
Decir, lo que acabamos de decir, no resuelve nada; tan
solo define la relatividad del
concepto de utilidad. Lo que importa,
ahora, es evaluar los efectos de ambos métodos
políticos; cuál tiene más repercusiones, si se quiere, más efectos
multiplicadores, también más duración. La impresión
que dejan las historias políticas es
la siguiente: La violencia puede domesticar; pero, no constituye sujetos, en pleno sentido de
la palabra; conforma subjetividades
aterradas; doblega por el miedo, por terror.
La violencia tiene efectos coyunturales; no se desplaza a largo
plazo, a no ser que se repita constantemente. En cambio, las mediaciones democráticas, formales e
institucionalizadas, los métodos y procedimientos de esta democracia limitada a la idea de república, constituye sujetos,
tiene efectos duraderos, además de
generar campos institucionales, que
configuran la geografía social y la
efectuación constante de la reproducción masiva de sujetos sociales.
Con lo que acabamos de apuntar, no queremos decir, de
ninguna manera, que es preferible enfrentar la violencia que enfrentar a la y en la democracia formal. Estos son tópicos,
que no se pueden resolver en un ensayo teórico; solo pueden ser atendidos en un
contexto y coyuntura concretos, teniendo en cuenta la correlación de fuerzas y, sobre todo, la predisposición de las fuerzas sociales. De todas maneras, no
se puede hacer apología de la violencia,
venga de donde venga, como cuando se dice: “la violencia es la partera de la
historia”. Enalteciendo, como si fuera la providencia,
la “violencia revolucionaria”. Siguiendo este lenguaje y apuntando a la crítica, los revolucionarios no podrían ser los apologistas de la violencia, pues se trata de convocar a la humanidad, en la versión internacionalista, si se
quiere, de la lucha de clases; no de
identificar enemigos para destruirlos.
La violencia no es, de ninguna
manera, una comunicación, si se
quiere, tampoco ninguna clase de lenguaje,
no es racional; la violencia es más parecida a la marca que deja en el cuerpo el implacable látigo del poder, para que nadie se olvide quien
manda.
No se dice, de ninguna manera, que hay que renunciar a
la defensa y a la lucha armada. La responsabilidad mayor, revolucionaria,
es defender la revolución, la marcha
a la revolución; defender a los y las
compañeras de lucha, a los pueblos, clases, mujeres, diversidades, por las que
se pelea. Si el contexto y la coyuntura ameritan, alzarse en armas.
Empero, esto no se puede confundir con el uso de la violencia para causar terror,
para “convencer” por miedo, para incorporar por espanto. Tampoco se puede
confundir con esa inclinación religiosa de señalar a los infieles; es decir, a los enemigos.
Los discursos revolucionarios de la
modernidad, se han caracterizado, mas bien, por la convocatoria al proletariado
mundial, por la invitación a los pueblos, otros pueblos y otras sociedades, a
integrarse como fuerzas humanas, en
un proyecto humanista de largo
aliento.
Después de las copiosas historias políticas experimentadas y memorizadas socialmente,
aunque no necesariamente reflexionadas y analizadas a fondo, parece que tenemos
que aprender a reconocer los síntomas de la exaltación, de la dramaturgia,
de la victimización y del estruendoso
radicalismo. No hablamos del radicalismo espontáneo, del radicalismo que llega a las raíces del problema y busca soluciones radicales, sino nos referimos al radicalismo teatral. Todos estos síntomas exaltados parecen, mas bien, paradójicamente, mostrar lo contrario
de lo que aparentemente expresan. El fundamentalismo,
cualquiera sea éste, en realidad, no toca el fondo, no llega al fundamento, no
toca la raíz; sino que convierte en fundamento un prejuicio mezquino y elemental, que lo embadurna de demagogia
delirante. Se puede dar muchos ejemplos al respecto; daremos solo algunos, de
manera general, usando analogías.
Comencemos con los fundamentalismos
religiosos; particularmente, monoteístas; hablamos de las tres grandes
religiones monoteístas. Por cierto, no nos referimos a toda la gama de
interpretaciones y prácticas de estas iglesias,
sino, de manera específica, a sus manifestaciones fundamentalistas. Tampoco está en discusión su creencia en Dios; lo
que nos interesa es analizar, las expresiones
fundamentalistas y su connotación
política. Estos fundamentalismos
asumen la síntesis de sus prejuicios, para decirlo metafóricamente, como Dios o representación de Dios.
Con esto reducen la imagen, símbolos,
representación, de Dios no
solamente a imagen y semejanza del hombre, sino al tamaño de
prejuicios miserables, como son los
relativos a la dominación masculina,
a la indiscutible preponderancia estructural
patriarcal, a la centralidad racial
de “mi gente”, de “mi pueblo”; que obviamente, no es ni su pueblo ni su gente, sino
el imaginario que coloca en lugar de
ellos. Con esta actitud, le hacen un flaco favor a su religión, pues vulgarizan tanto a Dios, que el mundo se
divide en la caricatura fiel/infiel y se reduce a la caricaturesca guerra de fieles contra infieles.
En el fondo, estos fundamentalismos
están convulsionados por el espíritu de
venganza, están constituidos por la consciencia
culpable, están estructurados por el resentimiento.
Se trata de sujetos desdichados,
en sentido hegeliano; es decir, desgarrados, llevando al extremo del exterminio
este desgarramiento. La exorbitante muestra de violencia manifiesta que se busca desesperadamente catarsis; en otras palabras, desahogo.
Reclaman, a voz en cuello, reconocimiento,
pues se sienten profundamente frustrados. Dicho, de manera simple, buscan
llamar la atención. De esa forma,
pretenden convertirse en el centro de
atención; en el centro de la violencia.
Seguimos con los fundamentalismos
“ideológicos”. El formato es parecido, incluso el perfil, a lo que ocurre con los fundamentalismos
religiosos. La diferencia radica en la pretensión racional, moderna, convocativa,
además de presentarse como salvadores de los explotados y marginados de la
Tierra, prometiendo el paraíso terrenal,
no en el cielo, como el fundamentalismo
religioso, sino en la Tierra. Pero, de manera equivalente, el enemigo, en este caso, figura moderna,
que ha sustituido al infiel, es
tratado y considerado igualmente como un poseído, un endemoniado, un monstruo;
al cual está de antemano justificado asesinar. En las historias singulares, tenemos demasiados ejemplos de crímenes
cometidos a nombre de la revolución.
Continuamos con los fundamentalismos científicos. Las ciencias, por cierto, se basan en
la experimentación, la investigación, los datos, las fuentes y los registros;
corroborando las hipótesis. Esto les otorga una ventaja grande en la
construcción del saber, respecto a la narrativa
religiosa y la narrativa
“ideológica”. Empero, cuando ciertos intérpretes de la ciencia convierten los
conocimientos logrados, las revelaciones de las ciencias, en verdades universales, peor aún, en leyes, emerge un fundamentalismo científico, como el que aconteció con el positivismo metodológico. No hablamos de
todas las corrientes positivistas; la mayoría de ellas aportaron impulsando
investigaciones causalistas. La expresión filosófica de este positivismo
evidentemente fue la primera formulación epistemológica,
propiamente dicha. Hablamos de la exaltación
de la ciencia, como si ya se hubiera llegado al fin del conocimiento y tengamos verdades
universales, en un pluriverso que nos falta todavía comprender.
Estos tres ejemplos, en tres planos de intensidad, nos ayudan a contar con analogías, a pesar de las diferencias,
y cierta regularidad de la trama de actos y prácticas exaltadas. Los fundamentalismos son en extremo recalcitrantemente
conservadores, aunque no lo crean, por ejemplo, los fundamentalistas “ideológicos”. Cuando éstos se invisten con el
traje de “revolucionarios”, imitando a héroes del pasado, pero no sus actos y
acciones, sino en la emulación discursiva, lo que muestran, paradójicamente, es
el conservadurismo más aterido, más
entumecido y agobiante. Generalmente, estas composiciones
subjetivas singulares, combinan
el machismo y su horizonte dominante,
el patriarcalismo, con otros prejuicios arraigados.
Lo sobresaliente o llamativo es que los entornos de los fundamentalistas, creen
en lo que dicen y hacen éstos; los consideran radicales. Entonces, los fundamentalistas
logran su cometido; no solo llamar la atención, sino convencer de lo que no
son.
¿Por qué tocamos este tema? Porque es imprescindible
poner los puntos sobre las ies.
Cuando estos fundamentalismos salen a
la palestra, efectivamente, no está en debate y en juego su radicalismo, sino, mas bien, su anacrónico conservadurismo. La violencia o la desmesurada violencia no pueden remplazar esta falencia. Se cree
comúnmente que por ser más violentos
son más radicales. Los asesinatos no hacen a radicales sino a temerosos conservadores, que se colocan la careta más aterradora,
para infundir miedo. El desgarrarse las vestiduras, el discurso exaltado,
llevando al extremo las consecuencias de la “ideología”, hasta parecerse a un
ultimatismo, o todo o nada, o el poder o el apocalipsis,
muestra, mas bien, el reclamo más chillón por preservar lo mismo; la misma estructura de
poder, solo cambiándole de nombres. Pues, solo en este orden conocido, puede tener valor su radicalismo simulado.
Las ciencias, los saberes y conocimientos logrados por
estos logos y technes, que son las ciencias, seguirán el devenir experiencia, devenir memoria, devenir interpretación,
devenir explicación, devenir técnica y tecnología. Cuando se hace un corte transversal en estas
trayectorias inventivas, creativas y descubridoras, convirtiendo un momento de
las ciencias en lo absoluto, no se juega el destino de las ciencias, frente al
oscurantismo, como pregonan, sino estrategias
de poder de profesores, académicos y difusores de las ciencias.
Como se puede ver los fundamentalismos, están íntimamente ligados al poder. ¿De qué manera? La demanda
de reconocimiento, el colocarse como patriarcas,
en el centro imaginario de círculos
concéntricos, el esmerarse en la estridencia
exaltadora, sobre todo, con ademanes de violencia
descarnada o simbólica, pueden interpretarse como estrategias de poder.
Ahora bien, ¿qué tienen que ver estos fundamentalismos con los oportunistas y pragmáticos de la clase
política? Aparentemente nada; son perfiles
tan distintos, que no parece posible aproximarlos. Sin embargo, lo que
comparten, en el fondo, es el prejuicio
conservador; conciben como realidad
el imaginario aterido en sus subjetivadas; imaginario que corresponde a la hermenéutica
del resentimiento, de la consciencia
culpable, del espíritu de venganza.
Claro que unos lo expresan de manera violenta
y otros lo expresan de manera comediante, trampeando, corroyendo y corrompiendo.
En otras palabras, estamos ante perfiles subjetivos consumados por el poder, averiados por el poder,
desmoronados por el poder; por eso
mismo, el poder se vuelve una
obsesión. El poder, para ellos, es vida. Conciben el poder de una manera sesgada, si podemos hablar así; más que dominio, lo que se persigue es el reconocimiento, en un caso, y riqueza, en el otro caso. En el primer
caso, convirtiéndose en ángeles
vengadores; en segundo caso, haciéndose ricos.
Volviendo a nuestro tema en cuestión, el de la clase política. Los componentes de esta clase política, de este estrato de representantes y delegados, a
diferencia de los fundamentalistas,
son pragmáticos, realistas, por así decirlo. Sin embargo, hay que detenerse en
escuchar sus argumentaciones. Cuando el pragmatismo
se identifica como realismo, incluso
como racional, cuando se dice, por
ejemplo, que las “condiciones no están dadas”, aunque no tengan los ademanes violentos
de los fundamentalismos, pretenden exaltar este equilibrado comportamiento,
metódico, pragmático y realista. Para éstos, el pragmatismo, lo que se llama realismo
político, se convierte en una verdad
proclamada; aunque no logren elaborar una teoría
que los justifique, sino, mas bien, su formación
discursiva, aparece distribuida eclécticamente.
En este caso, no hay diagonales, que es la figura que propusimos en las nuevas
consideraciones sobre el poder[1],
sino vasos comunicantes, usando
metafóricamente otra figura. Comencemos por lo más fácil, además por la
enunciación ya planteada en otros ensayos[2].
Dijimos que los enemigos se
requieren, se necesitan, pues el opuesto justifica su presencia, su discurso,
su accionar, su estrategia. Dijimos amigo
y enemigo son cómplices. Los fundamentalistas
aparecen como opuestos, distintos, antagónicos, a los pragmáticos; los pragmáticos
- en el orbe mundial, en la burocracia de las organizaciones
internacionales, así como en las potencias centrales y los Estado-nación - les
declaran la guerra interminable contra el
terrorismo; lo hacen categóricamente las potencias centrales, sobre todo la
hiper-potencia militar-tecnológica-comunicacional, gendarme del mundo. Esta guerra contra el terrorismo reposiciona
al orden mundial y a la hiper-potencia. Los fundamentalistas necesitan al monstruo, al demonio, del otro lado,
para legitimar, religiosamente, su presencia, sus actos, sus gritos
desesperados de reconocimiento. Ambos
son cómplices en estas paradojas del
amigo/enemigo y del fiel/infiel.
Claro, que no se puede de dejar de considerar las diferencias; peculiarmente la diferencia de lo que se pone en juego;
lo que es notoriamente diferente
entre fundamentalistas y pragmáticos. Los fundamentalistas ponen le pellejo; los pragmáticos no lo hacen, están muy lejos de hacer esto, ni de pensarlo.
Lo que ponen en juego es su prestigio, por cierto artificial; además del
peligro de ir a la cárcel por corrupción.
Incluso estos desenlaces se pueden
sortear, con más corrupción,
comprometiendo a jueces y fiscales, incluso al mismísimo gobierno y al
mismísimo Congreso. Del prestigio, les importa menos; eso, quizás es lo que
puedan extrañar alguna vez.
Los fundamentalistas,
con todas las diferencias del caso, entre los distintos fundamentalismos, son
arronjados; en cambio, los pragmáticos
tienden a ser cobardes. Hay excepciones, por cierto. No dan la cara, se
excusan, mienten, trampean, lanzan cortinas de humo; pero, no dan la cara, no
se enfrentan a la responsabilidad
asumida de palabra.
Suponiendo estos bocetos de perfiles subjetivos, podemos decir que, considerando este cuadro analógico
y comparativo de perfiles de
comportamientos políticos, se puede sugerir interpretaciones hipotéticas de
lo sucedido en Brasil. Se explica que el Congreso brasilero haya terminado
destituyendo a la presidenta con un juicio a los usos presupuestarios, por los
préstamos para llenar huecos del presupuesto. Después de haber hecho esto, haber
decidido, sin contar con una clara argumentación jurídica, ni se inmuten; no se
les pone roja la cara de vergüenza, sino al sentirse impunes, hasta se vuelven
descarados y arrogantes. Solo así se
puede explicar que un gobierno interino,
se arrogue las atribuciones que no le competen, como el de formular políticas
económicas. Un gobierno interino tiene a lo máximo la tarea perentoria de
convocar a elecciones, no de reformular las políticas, menos las políticas
económicas. Sin embargo, como el mayor desparpajo el gobierno interino esto es lo que precisamente hace, mostrando
abiertamente el mayor desprecio a la soberanía
popular. Hablamos, entonces, de la
herencia de la oligarquía “café con leche” y de sus sucesores. Entre lo
heredado, se halla este desprecio al pueblo;
se siguen considerando por encima de todos; por lo tanto, con la facultad de
despreciar y hacer caso omiso a las reglas
del juego y a la voluntad popular.
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