Gobierno extraviado
Raúl Prada Alcoreza
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¿Qué se puede decir de un equipo, cuando después de perder un partido de futbol - que tiene dos tiempos, sino no hubiera habido un resultado -, cuando el equipo derrotado desconoce su derrota, y dice que tiene derecho a la “revancha”; fuera del cronograma y las reglas del juego, aceptadas por todos los equipos? No solamente que es un “mal perdedor”, sino que le importan un comino las reglas del juego, que tiene poco respeto a los hinchas de su equipo y del otro, que cree que puede desechar las reglas del juego, inventarse otras a su capricho. Los entusiastas del futbol dirían que ese equipo, “mal perdedor”, está chiflado.
Lo mismo pasa con un partido político gobernante, su presidente y vicepresidente, los ministros, el Congreso, los que se hacen llamar dirigentes de los movimientos sociales, y no son más que dirigentes impuestos por el gobierno, desconociendo la democracia sindical. Toda esta gente ha decidido desconocer las reglas del juego de la democracia institucionalizada; donde ellos se encuentran y además por este juego democrático llegaron al poder. ¿Qué se puede pensar de gente así? ¿Qué clase de subjetividad es esta?
No sirve de nada recurrir al discurso “ideológico” y considerarlo para responder las preguntas. El discurso “ideológico”, en la era de la simulación sirve para encubrir actitudes, acciones, prácticas políticas, que no condicen con el discurso ideológico. El debate entre “oficialismo” y “oposición” se mueve en la querella “ideológica”. La “oposición” asume como hecho lo que dice el discurso oficialista, para justificar sus actos; considera al oficialismo como expresión de “izquierda”, incluso “socialista”. En reciprocidad, el oficialismo considera a la “oposición” como expresión clara de la “derecha”; entonces, desde su punto de vista “ideológico” ya está condenada y descalificada. Lo que supone que sus discursos y sus acciones, sean las que sean, ya están justificadas, porque el gobierno es expresión política de “izquierda”. Esta apreciación muestra abiertamente toda la simpleza de la argumentación, que corresponde a un imaginario dualista de lo más simple, de buenos y malos.
¿No se dan cuenta que desde la estructura normativa de la Constitución cometen delitos constitucionales? ¿Qué sus actos son ilegales e ilegítimos? ¿Qué si lo hacen, lo que hagan no tiene valor jurídico-político? Por lo tanto, nadie está obligado a acatar. ¿No se dan cuenta que su ilegalismo convoca a otros ilegalismos; no solamente de parte de ellos, sino de la “oposición”, incluso del mismo pueblo? ¿Qué es lo que les lleva a desprender esta conducta extraviada? ¿Quiénes son estos sujetos extraviados en su laberinto?
La comedia política, que desplegaron en sus gestiones de gobierno, parece haberse convertido, en su imaginario, en la realidad. Esta comedia viene acompañada por mitos; el mito del caudillo, el mito del “gobierno de los movimientos sociales”, el mito del “proceso de cambio”. ¿Están tan atrapados en su comedia y en los mitos, que asumen que es así como es; entonces, sus conductas responden a estos mitos y a esta comedia? Como se es el gran caudillo, el gran padre de la patria, el mesías del pueblo, entonces, se puede hacer lo que guste, a su antojo. Por ejemplo, desconocer las reglas del juego democrático, desconocer a la misma Constitución, llamar a referendo porque lo requiere el deseo de poder y mantenerse en esta estructura de dominaciones. Esta gente ha convertido la frase el fin justifica los medios - que no corresponde a Maquiavelo, como el sentido común le indilga, sino a una interpretación simplona y oportunista de los analistas pos-Maquiavelo, que fungían de asesores del poder; en aquellos tiempos, de la monarquía absoluta – en una frase mucho más simplona: el fin soy yo y los medios están justificados por eso.
Es indispensable hacer el análisis de estas conductas políticas, de la psicología que sustenta a los comportamientos políticos extraviados. Tratar de comprender cómo funciona esta máquina de poder tan singular, que a pesar de denominarse, teóricamente Estado-nación, república - incluso en la misma Constitución, modificada por capricho del Vicepresidente, pues los órganos de poder no son otra cosa que la división de poderes y de los contrapesos de la estructura jurídico-política de la república, a pesar de autodenominarse, sin justificación alguna, “Estado plurinacional”, aunque no lo sea -, aunque estos conceptos se encuentran en discurso, explícitamente o implícitamente, se comporta y funciona como una máquina de poder. Sí, pero, en condiciones barrocas, mezcladas, ambivalentes, ambiguas; que se termina usando nombres que no corresponden a las prácticas políticas.
Como aconsejamos, no se puede analizar este fenómeno político - que combina, extrañamente, mimesis y despotismo, comedia y violencia simbólica, además, intermitentemente, de combinar con violencia física -, usando los términos de “izquierda” y “derecha”, de “progresismo” y “conservadurismo”, y otros tantos términos esquemáticos y dualistas, que forman parte de los discursos “ideológicos”. En la era de la simulación, estos términos no son referentes útiles para el análisis, aunque sean referentes imaginarios en la “ideología”. No se puede hacer un análisis si se parte de lo que creen que son los actores políticos. Para esto, para efectuar el análisis, es indispensable ubicar su papel en la maquina abstracta del poder, en la geopolítica del sistema-mundo capitalista, en la geopolítica local del capitalismo dependiente. Si se quiere, después, se puede contrastar esta su ubicación en el mapa de poder, con sus autodefiniciones “ideológicas”; en otras palabras, contrastar con las autorepresentaciones de la comedia política.
Estamos ante un perfil psicológico exaltado, que sobrevalora delirantemente a su propia persona, convirtiéndola, imaginariamente, en el centro sagrado de todo; por lo menos, de la vida política y social del país. Este perfil psicológico viene acompañado o rodeado por otros perfiles psicológicos que tienen, al menos alguno, un perfil psicológico parecido o equivalente, si es que no es más delirante todavía. Los otros perfiles psicológicos, generalmente son de condescendencia; forman parte de la comedia y de la reproducción de los mitos. Por lo tanto, se inclinan a apoyar y sostener las pretensiones desmesuradas del “jefe”. El perfil psicológico congresal oficialista expresa un apego sin discusión y sin reflexión a este símbolo del poder, encarnado en el caudillo. Los dirigentes sociales, que forman parte de esta gubernamentalidad clientelar, de manera más patética se manifiestan más que condescendientes, como alucinados seguidores, fanáticos creyentes, que les falta poco para considerar a su “jefe” como un Dios. Ciertamente el Vicepresidente expresó claramente una concepción parecida.
Una pregunta emerge: ¿Se trata de un movimiento político o de un movimiento religioso? Aunque sabemos que la genealogía de la política devela el substrato religioso, que sostiene el imaginario político, vale la pena hacerse la pregunta, que parece exageradamente contrastante y disímil, pues se requiere comprender sobre que sentimientos se afincan estas conductas políticas extraviadas. La hipótesis interpretativa es la siguiente: Cuando la composición en esta genealogía política expande el imaginario religioso, más allá de su horizonte propio, invadiendo y otorgando significados, a otro horizonte, en este caso, el político, entonces, las conductas políticas son afectadas a tal punto que cuando se actúa en el campo político, se lo hace como si se estuviera actuando en el campo religioso.
En el campo religioso no hay exactamente reglas del juego, sino la relación ética y moral de religar con Dios. Se espera milagros, se busca la salvación, antes, el perdón, se promete el paraíso a quienes cumplan con devoción el paso transitorio por la vida, e infierno a quienes no lo hagan, transgrediendo la relación sagrada con Dios. En campo religioso la sumisión a Dios es un gozo mayúsculo. Cuando este arquetipo se traslada al campo político, con todas las diferencias que puedan asumirse, la política se trastoca, convirtiéndose como en una religión civil; si no es la relación con Dios, es la relación con el símbolo patriarcal del poder, el caudillo, que, en el fondo de los imaginarios, aparece significado como el mesías. Ante semejante interpretación, las reglas mundanas no valen nada. Lo que importa es marchar a la salvación, que, en el caso de la política, viene a ser el fin perseguido, que está enunciado en el programa y en los discursos oficiales.
De acuerdo a la hipótesis interpretativa lanzada, se puede sugerir que la animosidad del caudillo, de sus entonos palaciegos, de la militancia, del Congreso, de las organizaciones sociales, es afectivamente religiosa; animosidad que justifica, de antemano, cualquier actuación del presidente, cualquier ocurrencia, incluso cualquier desfachatez.
Respecto a esta genealogía política singular, no tiene mucho sentido hablar de “izquierda” y “derecha”, incluso de “progresismo” y “conservadurismo”, pues no hay correspondencia con el desenvolvimiento efectivo de la política. Si tendríamos que nombrar esta fenomenología política barroca, tendríamos que caracterizarla como dinámica de una política mesiánica. Esta composición singular es indudablemente conservadora. Los imaginarios de las dominaciones polimorfas reaparecen. El mito del caudillo emerge del mito del patriarca; el mito de la “revolución” - en el caso de que es simulada y forma parte de la comedia -, el mito de la verdad del discurso propio; el mito del Estado. Estos mitos no solamente conforman la formación imaginaria populista, sino que legitiman las estructuras de dominación heredadas y preservadas.
Si bien esta práctica política barroca, este populismo, es convocativo, por lo menos en un principio, en una etapa, del “proceso de cambio”, antes de mudarse y optar por la expansión de las relaciones clientelares, el problema es que sustituye las emancipaciones y liberaciones múltiples, si se quiere la revolución efectiva, por una catarsis colectiva, de carácter religioso-político. Las historias políticas de la modernidad han mostrado que el recorrido de estas expresiones políticas, si bien convocan al pueblo, moviliza sus fuerzas, apoyan a la experiencia social de la rebelión, una vez ocurrido esto, inmovilizan al pueblo, desarman sus organizaciones vitales de lucha, las convierten en dispositivos clientelares, destrozando toda posibilidad de seguir adelante. El resultado es paradójico; ocurre como si se hubiera despertado el pueblo, para terminar legitimando, en mejores condiciones, la reproducción del poder, que cuenta, ahora, con la expansión del pacto social comprometiendo a las mayoras.
No podríamos hablar, rigurosamente, de “progresismo”, pues se trata de tonalidades conservadoras. Ciertamente, las expresiones conservadoras más conocidas son las tradicionales; las ligadas a la oligarquía, después a la burguesía, expandiéndose a las “clases medias altas”. Cuyas formaciones discursivas pueden ser claramente conservadoras, cuando se ponderan los valores tradicionales de la oligarquía, su jerarquía y su propiedad latifundiaria; o, en su caso, liberales, conservadurismo moderno, discurso apologético del Estado de derecho y de la república; o, en otro caso, neoliberal, conservadurismo renegado, pues no se reconoce como tal, auto- identificándose como moderno, incluso expresión avanzada de la modernidad, además de concebirse como ciencia técnica de la economía. El conservadurismo populista es, también un conservadurismo barroco; mezcla valoraciones religiosas con promesas sociales; mezcla el mito patriarcal con fragmentos discursivos emancipadores de moda; mezcla el folclore con fragmentos del discurso socialista. La diferencia con el conservadurismo tradicional radica en que se opone a los valores de la oligarquía y a su propiedad latifundiaria; por lo menos, de boca para afuera. La diferencia con el conservadurismo moderno liberal radica en que recurre a la democracia directa de la movilización popular; por lo menos, al principio, para luego adherirse a la democracia formal; pero, sin reconocerla plenamente, buscando saltar sus vallas cuando pueda. La diferencia con el conservadurismo renegado neoliberal, radica en que éste fue el enemigo, en la historia reciente, convirtiéndose el neoliberalismo en el referente odiado por el pueblo; en tanto que el pueblo encontró en el populismo la esperanza de curar sus heridas, salir de sus sufrimientos, encaminándose al cumplimiento de la promesa.
Sin embargo, a pesar de estas diferencias, el conservadurismo, comprendiendo todas sus tonalidades, forma como un bloque. Reproduce el poder, es decir, las estructuras de dominación, aunque unas sean instituciones obsoletas, otras se presenten como modernas, entonces adecuadas, otras se presenten como técnicas, y el populismo se presente como “revolucionario”. Este bloque conservador responde a la gama de imaginarios sociales conservadores, haciendo compás con las formas de gubernamentalidad, que conllevan estas expresiones políticas. Si el populismo parece dislocar este bloque conservador, al comportarse como convocatoria popular y nacional; este dislocamiento es más circunstancial. Una fisura que después se suelda. Las mayorías terminan reenganchadas al Estado, que no es otra cosa que la institución que concretiza el poder abstracto, además de ser la institución imaginaria de la sociedad.
Lo que sucede con el populismo es abigarrado. Respecto y a diferencia de los liberales se conectan con el pueblo, lo nacional-popular; ésta es su virtud democrática, en tanto y en cuanto la democracia la ejerce el pueblo; empero, la desventaja, respecto a los liberales, es que retroceden, por así decirlo, en la forma de Estado; retroceden al Estado policial o, en el mejor caso a un oportunismo pragmático en la administración y respeto de las normas, reglas y Constitución; es decir, en lo que respecta a la estructura de la democracia institucional. Esta ambivalencia o mezcla, por cierto, no coadyuva a la emancipación y a la liberación. Es precisamente lo que detiene a la revolución, usando este concepto conocido en la modernidad.
La interpretación que hicimos es que este decurso sinuoso corresponde a una de las formas del círculo vicioso del poder. En consecuencia, el populismo, en sus distintas versiones, la del nacionalismo-revolucionario, que corresponde a la mitad del siglo XX, el de los llamados neo-populismos, que corresponde a fines del siglo XX y principios del siglo XXI, cuya versión conocida se denomina también “gobiernos progresistas”, contiene en sus propias estructuras política, “ideológica”, organizativa, esta contradicción inherente. Es como si tuviera inscrito el decurso curvo y circular en su propio programa inmanente.
La crítica a sus contradicciones, a sus inconsecuencias, no les llega al oído aunque la escuchen, pues la armadura de su “ideología”, sobre todo la sobrevaloración exaltada de su papel en la política, en la nación y respecto al pueblo, infla un sentimiento exacerbado de protagonismo pretendido. En todo caso, esta crítica sirve como parte de la pedagogía política al pueblo. No hay que esperar ningún cambio, ninguna autocrítica, tampoco alguna reflexión sobre las contingencias políticas, por parte del populismo. Si bien, toda expresión política en el poder, pierde, por así decirlo, la cabeza, pierde el principio de realidad, se sumerge en sus burbujas, el problema del populismo es que este fenómeno se ahonda.
Ni siquiera se dan cuenta de lo que pasa cuando caen, ya sea por elecciones, ya sea por conflictos políticos expandidos e intensificados, ya sea por implosión. Se puede decir, entonces, que la “ideología” persiste más allá de la muerte. La explicación “ideológica” es que cayeron por “conspiración” de la “derecha”, apoyada por el “imperialismo”, también por la incomprensión de la “izquierda radical”, que coadyuvó a la “derecha” a derrocarlo. Jamás van a poder asumir que en gran parte su caída se debe a que ellos mismo construyeron su derrota.
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