sábado, 23 de abril de 2016

Las mallas del poder

Las mallas del poder


Raúl Prada Alcoreza


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Índice:


La desnudez del poder
Crepúsculo y apocalipsis
Una lectura de El otoño del patriarca                                             
Formas de gobierno e “ideología”
Experiencia y narración                                                      
Genealogía de la forma gobierno                                             
Crónica de tres muertes anunciadas                                       
La trama del poder                                                           


Dedicado a los y las combatientes, para quienes la lucha continua



¿Hay acaso algún centro en esta proliferación de trayectorias
De propagación de ciclos, desplazamientos múltiples
De marcas, huellas, hendiduras, inscripciones
Inventores de lenguajes y de vidas?

La mirada aposentada en algún lugar podría engañarnos
No es ese el núcleo ni ningún sitio lo es
No hay un lugar privilegiado
Todos los son a la vez
Todos los parajes son los focos tácitos

Fue Narciso quien se creía ser el espejo del universo
Enamorado de su rostro flotando en el agua cristalina
Ahogado por este amor a sí mismo
Donde creció la flor llevando su nombre
En memoria de este encantamiento del espejo

Ese meollo ilusorio es un refugio
La cueva donde se ocultan los temores
Lo miedos, los terrores, las vulnerabilidades
Madriguera convertida en la médula del mundo
Como si desde allí se lo inventara

Pretensión de autoridad a partir de profundos quebrantos
Sólo la violencia puede convertir el pavor en aparente bravura
La recóndita vacilación en aparente solidez
La lasitud en fortaleza
La abulia en actividad
La equivalencia en pujanza
Por otro lado, sólo la violencia
Puede convertir la asociación espontanea
En jurisdicción
Sólo la violencia puede persuadir
Sobre la procedencia sagrada
De esta médula ilusoria

Convencidos por la leyenda
Los humanos se dejan embrujar por el dinero
Se dejan hechizar por el poder
Creen en la quimera de la sede
A la cual se accede con dinero
Se conquista con poder

Espejismo infausto
No hay centro alguno
El dinero solo compra su ausencia inclemente
El poder sólo conquista el vacío
Huecos exorbitantes de la nada
Abismos donde se despeña la fábula
Como luz fugaz tragada por el agujero negro
Desintegrándose cuando cree haber conquistado todo

Historia de sociedades empujadas a orbitar un centro ficticio
Anillos embriagados por la atracción enigmática
De esta colosal fantasía del centro y del orden
Órbitas forzadas por la obligación de cumplir
De circular todos los días alrededor de los ejes
De los establecimientos instituidos
Alrededor del corazón mismo del meollo
El arquetipo del gobierno de cuerpos
De ciudades, de territorios
Idea absoluta de Estado
Como si de esta manera dieran vida a su propio delirio
Rito y ceremonia por lo desconocido
Rito y ceremonia por el mito del cetro
Falo erecto del patriarca inicial
Transmitido de generación en generación
Símbolo de mando, de dominio
Cetro asumido democráticamente
En la época de las máquinas, de las industrias
De los comercios ultramarinos
Del desvanecimiento de lo sólido
De la velocidad y de la vertiginosidad de los cuerpos
Cetro quimérico
Fósil de la primera erección convertida en dominio
Elegido libremente por los y las subordinadas
Mito patriarcal de la transferencia masculina
De fraternidad a fraternidad
Siguiendo la ruta sacerdotal y de la guerra
Mito de la verdad oculta, mito del poder aplastante de las armas
Invistiendo a eunucos como cuidadores de la virginidad de la verdad
Invistiendo a guerreros como cuidadores del inmenso territorio
Cuerpo extendido del déspota

Ya no hay eunucos cuidadores ni guerreros insomnes
Tampoco el cuerpo del déspota se extiende
Simbólicamente en el territorio
En sustitución están los funcionarios
Encargados de velar por el cumplimiento de las normas
Están los celosos especialistas de armas
Encargados de mantener las líneas dibujadas de las fronteras

Están los celosos vigilantes de las urbes
Encargados de mantener la limpieza y el orden de las ciudades
Están los comisionados de transmitir relatos
Sustituyendo a los cuentistas de la noche
Destilando su imaginación alrededor de la fogata
Reuniendo a niños, a mujeres y hombres
Todos vulnerables ante el acoso de la infinita concavidad
Del universo incomprensible
Los de las voces e imágenes eléctricas
Como rayos capturados en cables de cobre
Manteniendo en contacto a inmensas poblaciones
Están los competidores por representar al pueblo
Hablar a su nombre en el magno Congreso
Entregando las tablas de Moisés
Constantemente renovadas, multiplicadas
Proliferantes, productos de la industria legislativa
Regulando los mínimos detalles de las conductas
Están los gobernantes de turno
Esmerados por parecerse al primer patriarca
Haciendo gala de sus sacrificios
Salvadores del pueblo y de la patria

Son otros personajes
Sin embargo, el centro sigue siendo el mismo
El mito del falo erecto del mando
Como viril ausencia de un origen inventado
El centro del poder vacío
Circundado por ocupaciones provisorias
Queriendo demostrar con estas circulaciones reiteradas
La médula del poder existe
Dirigiendo las vidas y los destinos

Persistencia fanática en invertir el juego de la vida
El devenir alegre de los ciclos
Por convertirlo  en cronograma reiterado
En cumplimiento moral
En obediencia de leyes y disciplinas
Por convertir al mundo en imagen narcisa
De los señores del dinero y del poder
Enamorados de sí mismos
Se ahogaran en las aguas de su propio espejo
No crecerá después ninguna flor en su recuerdo


De Sabastiano Monada
La ilusión de Narciso en Residencia en el presente

   











La desnudez del poder
Crepúsculo y apocalipsis
Una lectura de El otoño del patriarca










Dedicado a Víctor Manuel Ávila Pacheco, vocación y sabiduría territorial, intérprete de un mundo moderno en clave heterogénea; a Wilson Libardo Peña Meléndez, investigador incansable al servicio de las ciencias alternativas integradas a las ecologías;  a Abel Barreto,  jurista crítico, sobre todo monje zen; a Camilo  Medrano, promesa de las nuevas generaciones, cultivador de los alimentos orgánicos, que nos integran a la potencia de la vida, aguda inteligencia insobornable a los encantos edulcorantes de la academia; a Andrés Arevalo, entregado al estudio profuso, abriendo sendas para mundos alternativos, entregado a la alegría del baile, que forma parte de nuestras culturas corporales;  a Daniel Montañez, humanidad sin límites, diáfano como el agua de manantial, rebelión ibérica llevada al extremo como los ancestros, gasto heroico de los y las ácratas de todos los tiempos; a Yamile Rojas Luna, inteligencia lúcida de los valles fértiles, al borde la cordillera inmensa, custodia de nuestras pasiones intrépidas, articulando los territorios costeros con los territorios amazónicos y andinos, tejedora y tejido perceptual, que nos articula, integra y educa;   a todos los y las jóvenes intempestivos que los acompañan en las formaciones libertarias de activistas y heterodoxos iconoclastas.













El crepúsculo y el apocalipsis son dos figuras fuertes, opuestas a las figuras del amanecer y del nacimiento. La destrucción es el mensaje que se expresa elocuentemente en señales, signos y síntomas de premonición. Destrucción opuesta a la construcción, a la creación. Cuando el crepúsculo y el apocalipsis aparecen descritos en toda su desmesura descomunal, sobre todo en toda su voluptuosidad perversa desenvuelta,  nos encontramos ante una narrativa carnal, biológica, proliferante como la naturaleza. Gabriel García Márquez, en El otoño del patriarca, se explaya en una narrativa espectacular del acontecimiento crepuscular y apocalíptico de fin de ciclo.  Quizás sea no sólo la mejor novela de García Márquez, como el mismo lo dice en una entrevista, sino también la mejor metáfora del poder.  Es indispensable detenerse en ella, en su narrativa tropical y glacial, a la vez, en sus metáforas desbordantes y magníficas, elocuentes de la fuerza de la vida, pero también de la destrucción. Detenerse a interpretar el mundo desde esta escritura demoledora, que penetra en las entrañas mismas del acontecimiento; sobre todo, del acontecimiento sufrido como experiencia corporal. Esto para comprender el metabolismo del poder, más acá de su mecánica de fuerzas. Esta es la tarea de este ensayo.

En El otoño del patriarca el poder aparece en la figura del patriarca. Figura senil, por lo mismo, figura otoñal crepuscular. Metáfora cruel del acabamiento. El poder aparece en todos los anuncios del crepúsculo, en todas las marcas iniciales del apocalipsis. El poder es el esfuerzo sobre-humano para vencer a la muerte, la que forma parte de los ciclos singulares de vida,  en sus formas individualizadas. Se trata de oponerse al destino, si se quiere, buscando la eternidad; la que obviamente no se consigue, salvo la ilusión de permanecer a costa de una sañuda represión persistente sobre los mortales, a quienes se les esquilma para obtener el reconocimiento obligado de los congéneres de que el poder es el origen de todo, que sin el poder no es posible nada. El poder entonces es la consagración de la rendición masificada, la renuncia a la voluntad de vivir, que no puede ser otra cosa que la autonomía, que es si se quiere el ser, dicho filosóficamente. En otras palabras, el poder es la renuncia a ser.
Hay que detenerse, como hemos dicho, en la lectura de El otoño del patriarca, en cada uno de sus capítulos, en cada figura premonitoria, en cada eclosión configurativa del apocalipsis. Aprender de esta intuición narrativa la comprensión del acontecimiento; pero, también, la comprensión de la destrucción. Como se sabe, hay distintas formas de narrar, distintas narrativas; la novela es de las narrativas que interpretan el mundo a partir de la trama dramática de los sucesos y eventos. Aquí la percepción se resuelve entre la interpretación de la poiesis y la secuencia conjugada de escenificaciones pasionales, secuencia compuesta en un tejido que empuja a los desenlaces, donde, por fin, el sentido inmanente se revela[1]. La novela no pretende ser una descripción científica, ni competir con estas descripciones; la novela sustituye el proceso efectivo de los fenómenos dados por el proceso imaginario de las representaciones simbólicas y estéticas, entendidas como sinapsis sensibles. Quizás por esto está más cerca a los espesores del mundo que las ciencias sociales, que se acercan al mundo a partir de hipótesis contrastables, hipótesis, que esperan la verificación acudiendo a los datos. Datos cuantitativos y cualitativos, que si bien pueden ordenarse en ecuaciones o en explicaciones abstractas, no dejan de ser esqueletos fosilizados, en corporación al efluvio corporal de la estética y la experiencia social.
Las ciencias sociales, sobre todo la ciencia política, se han devanado los sesos para poder explicarse este fenómeno del poder, reducido al Estado. No han podido dar una explicación sostenible, pues todas son incompletas, reductivas, simples. Por eso, quizás sea aconsejable, intentar hacerlo por el lado de la novela. Nos adentraremos en la narrativa de El otoño del patriarca para incursionar en esta hermenéutica de la metafórica de la novela.


El otoño del patriarca

La figura de entrada y persistente es la del deterioro. Cuando desaparece todo cuidado, cuando la dejadez y el olvido se imponen; se convierten en la condición de posibilidad de la decadencia. Esta figura es repetitiva y constante a lo largo de la novela; se repite en su diferencia, aparece en su elocuencia desgarradora, también de abandono. Es como el clima que permanece, a pesar de su movimiento. Por eso la certidumbre del cataclismo; todo parece anunciar el acabose inminente, incluso podríamos decir, el juicio final apocalíptico. El palacio se encuentra desvencijado, destrozado, carcomido, abandonado, invadido por los gallinazos y vacas, los animales que sobreviven al humano. Se trata de una narración que comienza por este final, el apocalipsis; buscando rememorar lo que aconteció antes, como respondiendo a la pregunta: ¿Cómo se llegó a semejante destrucción? Como respuesta a esta pregunta hay otra figura persistente, la del patriarca, el que manda; el que sostiene al mundo de la representación en su cuerpo decrépito. Este caudillo es la síntesis de la decadencia y de la destrucción. Parece un ángel de la venganza divina contra los humanos, venganza de un Dios justiciero, que entrega a los humanos lo que se merecen. El patriarca está a la altura de los deseos de poder de los súbditos; deseo que sólo pueden cumplirlo entregando su voluntad general al hombrehijo del hombre, demonio mismo de las miserias humanas congregadas en el monstruo imaginario que sintetiza sus angustias. El padre de todos, el corregidor, el juez, el dictador, el déspota, el amante urgido, apremiado por su dolor.
Entonces ambos se encuentran, las humanidades reducidas a sus miserias y el hombre cruel que condensa las angustias individuales. Ambos se sostienen en sus límites fragmentados, en sus sueños de poder, en sus ansias de dominio. Sin embargo, ambos lados solo pueden sostener una relación perversa, si se quiere, sado-masoquista. La forma intensa de esta relación es vengativa; descarga sobre los cuerpos su más descarnada violencia. La forma menos intensa de esta relación es la sumisión, prolongada en la forma indigna de la adulación. En el medio de este intervalo se encuentran todas las otras formas, todas corrosivas, las de la obediencia disciplinaria, las de las complicidades sinuosas, las de los encubrimientos montados. No solamente se trata de un círculo vicioso, por así decirlo, sino de todo estancamiento en la podredumbre generada por el ejercicio de poder. No se puede salir de esto sino por la caída crepuscular y tremenda de la destrucción total. Este es el apocalipsis.

En la novela son sugerentes las representaciones de una historia sin tiempo, de periodos largos, inmemoriales, que atravesaron varias generaciones, las mismas que naturalizaron como condena el contar con el dictador como origen y fin de la nación. Figuras de muertes y resurrecciones del poder, figuras bíblicas, que ironizan estas representaciones populares de la política. El ciclo del déspota se convierte en ciclo natural, por así decirlo.  Forma parte de la naturaleza de las cosas, pero también de los cataclismos. El déspota forma parte del paisaje. El déspota es un reloj, conmensura el tiempo, sincroniza las secuencias; sus pasos y paseos, sus recorridos usuales, forman parte del cronograma diario y nocturno. Salvo la llegada del cometa, que anunciaría su propia muerte. Ciertamente, el déspota es lo opuesto a Emmanuel Kant, el filósofo iluminista; el déspota no ilumina, al contrario, empaña, ofusca; por lo tanto, no propone conocimiento, sino desconocimiento. Propone algo así como una religión infernal de la eterna decadencia. Es la autoridad, no la razón.

El otoño del patriarca es una novela maravillosa por esa hermenéutica de lo imaginario y simbólico, reveladora de las composiciones corporales, composiciones transferidas a los espesores plásticos de la metáfora y a los imaginarios que acompañan, como comparsas feriales, a los desplazamientos del poder. Con el patriarca y los escenarios donde se mueve elocuentemente nos encontramos con lo que llamamos los engranajes y funcionamientos reproductivos del poder. Imposible explicar la presencia demoledora del poder sin esta creencia en la fatalidad misma del poder. El mito de la invencibilidad del déspota alimenta esta sumisión masiva y persistente de las muchedumbres. El miedo coagulado en los órganos sostiene el miedo del déspota, miedo encubierto por máscaras de aparente fortaleza, de simulada firmeza, cuando en el fondo son gritos de agonía. Se podría hablar, hipotéticamente, de una circularidad del miedo, que sostiene el poder; otra forma de relación perversa entre el paranoico, que es el caudillo deslumbrante, y  el masoquismo generalizado del pueblo.

El otoño del patriarca también es elocuente por la proliferación de  metáforas, de tejidos metafóricos, figuras y configuraciones, que incorporan a las formas de expresión desencadenadas cuadros pictóricos de lo que las ciencias humanas llaman estructuras históricas, lo que las ciencias sociales llaman formas de dominación históricas. Una narrativa maravillosa, reconocida como realismo mágico, sobre todo por su capacidad de relatar las historias desplegando una profusión desbordante de símbolos condensados. Por ejemplo, la ocupación de los marines aparece contada con humor agudo, presenta este desembarco como parte de un programa de asistencia de salud pública, como apoyo a la lucha contra la epidemia de la fiebre amarilla. También, desde la interpretación del patriarca, como un acto civilizatorio, para que los oficiales del ejército aprendan a comportarse como se debe, como corresponde a las costumbres modernas. Aunque también es presentado, en boca de los opositores exiliados, como complicad entre la potencia inmaculada y el patriarca otoñal, quien vendió el mar a las empresas extranjeras. La simultaneidad sin tiempo es concebida en otra metáfora de ensoñación; en el balcón del palacio, el patriarca observa al buque de guerra del desembarco de los marines y a las carabelas ancladas; ambos acontecimientos son presentados en la simultaneidad sin tiempo, historia que más que temporal es espacial. La conquista y el desencuentro cultural aparecen en la narración de sus corrientes lingüísticas encontradas, corrientes y contracorrientes de flujos de códigos distintos, también aparece así el intercambio desigual, que se llama comercio. Se contrasta la subasta biológica de animales y cuerpos en intercambio por abolorios insignificantes, objetos muertos, llamadas mercancías. También se contrasta la contabilidad minuciosa y detallada de la cuantificación económica de ocupación con el desorden inconmensurable del derroche de los compatriotas.

Otras figuras elocuentes en la novela pueden connotar un erotismo crepuscular, que se manifiesta en la agonía amorosa del déspota senil; son cuadros patéticos que expresan la compulsión desenfrenada del padre ancestral de centenares, hasta miles, de sietemesinos. El amante crepuscular se desborda en el desahogo sexual, que, a pesar de la agonía patriarcal, no rompe la rutina de las mujeres en sus quehaceres; a pesar de los gemidos del depositario del poder, quien, después de su eyaculación temprana, termina indefenso, vulnerable y en un llanto inconsolable. Las mujeres terminan venciéndolo, pues develan su impotencia inverosímil, a pesar de su desmesurada muestra de violencia. El patriarca no logra amor de sus concubinas, salvo la compasión hospitalaria de alguna joven raptada. Se enamora de Manuela Sánchez, la reina de los pobres, de los barrios de pelea de perros, a quien no logra encontrar en todo su reino, una vez que ella se escabulle de una manera imperceptible. Es derrotado por la mujer que viola, después de hacer asesinar al marido, viuda entonces que tiene que ayudarlo a encontrarla en sus intimidades; ante el sollozo inconsolable del patriarca, ella le rasca la cabeza de compasión.  Se puede decir entonces, que el patriarca domina a los hombres, pero no a las mujeres; entre ellas, tampoco a su madre, quien lo conoce desde su nacimiento, tal como llego al mundo, en su desnudez inocultable, tal como es, con todas sus debilidades incorregibles.

Otro flujo de tejidos figurativos elocuentes tiene que ver con el humor de la crueldad. Por ejemplo, el relato de la desaparición de los niños que seleccionaban los bolos de la lotería; su encierro, su desplazamiento a los páramos, por último, su navegación en una nave dinamitada. Las formas de deshacerse de sus compinches, que nunca dejan de conspirar, buscando la oportunidad de aniquilar al padre de sus riquezas. La cena de su compadre, el general Rodrigo de Aguilar, el único hombre de confianza, quien también termina conspirando contra el patriarca, comido por los oficiales conspiradores, presentado en un banquete, horneado a la mejor cocina. La relación displicente en los consejos de gobierno, a quienes deja hacer lo que quieran mientras quede claro que es él, el patriarca, el que manda. Las relaciones de complicidad y de traición, a la vez, con los coroneles y generales del ejército; fuerzas armadas que maneja a su antojo y capricho, nombrando a dedo los asensos.

Otra de las figuras mencionables, en esta reconstrucción de la estructura de la trama de la novela, es la relación patética del patriarca con la ciudad donde reside el palacio y la sede de gobierno. Visto desde los habitantes, se trata de una figura fugaz, casi tenue, como pincelada en el aire, antes de su desaparición. Recuerdan sus ojos tristes, sus manos delgadas de obispo,  sus palmas sin líneas a descifrar, sus miradas lánguidas, su rostro de enfermo soterrado, su olor fétido, que es lo único que demuestra que existe verdaderamente. Lo recuerdan también en los rumores increíbles, que cuentan de sus muertes y resurrecciones, de su omnipresencia, de  sus amoríos encubiertos, de sus crueldades inimaginables. Cuando parece morir, haber muerto, pues su cadáver se encuentra estirado en el suelo, sosteniendo su cabeza con su brazo derecho, haciendo de almohada, encuentran la oportunidad de desahogarse de tanto sufrimiento perpetrado por el déspota, invaden el palacio, en pleno funeral, se apoderan del cadáver y lo arrastran por las calles. No se dan cuenta que el que había muerto era su doble; el espejo de él mismo. El pueblo se enfrenta al desdoblamiento y a la duplicidad del poder.

Ciertamente las figuras más deslumbrantes son las que tienen que ver con esta pertenencia geológica, glacial y tropical, a la vez, del cuerpo del patriarca, de sus metabolismos insondables, pertenencia del cuerpo persistente a los ciclos de los cataclismos. El cuerpo del patriarca forma parte del apocalipsis, es el anuncio crepuscular y senil del fin.

¿Cómo interpretar la trama de la novela a partir de esta composición proliferante y voluptuosa de configuraciones imaginarias? Intentaremos hacerlo proponiendo hipótesis de interpretación, hipótesis hermenéutica de una novela maravillosa. Antes de proponer estas hipótesis literarias -políticas vamos a incursionar en una selección de citas, usándolas como partes significativas del entramado narrativo.


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